18.5.08

secreto 8: still


El día que mi padre se fue de casa no fue una mañana demasiado distinta, salvo porque mi madre lloraba a borbotones y porque, de pronto, se empeñaba en decirnos a mis hermanos y a mí que mi padre trabajaría desde temprano y hasta tarde, cosa que siempre había sido y que nunca nadie se había preocupado por explicar. Algunos días después, mi padre me confrontó en la mesa de la cocina, que era de cristal. Me describió con detalle los procesos de los padres separados, así como los trámites más burocráticos, incluido el del amor incondicional que no se va con él en la maleta, aunque siempre lo lleve consigo. Cosas así. En adelante, mi padre se convirtió en ocasionales llamadas telefónicas, visitas de fines de semana y, muy a su pesar, y no porque él lo haya querido, en una cuenta bancaria que siempre nos solucionaba problemas. Yo aprendí a verlo como un mecanismo de control y como una efeméride: cuando mi padre venía, el tiempo se detenía sólo para él. La cercanía siempre fue artificial, ilógica, surreal: siempre dijo saber cosas de nosotros que ni nosotros mismos sabíamos. Y, por alguna razón, siempre preferimos atribuírle a sus palabras la categoría de "profecía" antes que la de ficción. No era del todo ilógico: mi padre, al poner tierra de por medio, se convirtió en un padre dos veces: el que hablaba por teléfono y el que aparecía un buen día, de la nada. Era fantasmagórico, y, por ello, merecedor de actos de fe y de ciertos sacrificios.

En más de 25 años, no ha habido un día en el que no lo extrañe de algún modo. No es que hayamos convivido mucho; en realidad, mis memorias se ciñen más bien a la imagen del Ing. Díaz enojado, estresado o ausente. Estoy seguro de que lo que extraño de él más es la amistad que hemos cultivado, con cierta dificultad, a lo largo de los últimos diez años, casi todo el tiempo vía correo electrónico. Como en los viejos tiempos, cuando los amigos y los intelectuales y los que sabían que podían pasar a la historia se escribían. Porque escribirse conservaba para ellos cierta dignidad que mi padre y yo nos queremos regalar una vez cada tanto. Un asunto genético, casi kármico, diría yo.

A pesar de ello, de que somos amigos acaso de un modo epistolar, si se me permite el término (es decir: aparecemos en el buzón una vez cada tanto), recuerdo con exactitud lo que sentí esa tarde en Oaxaca, sobre los hombros de mi padre. Todavía recuerdo lo que era sentir eso, y aún siento lo mismo cuando en mi bandeja de correo aparece un mensaje con su remitente.

16.5.08

secreto 7: agustín

La escena siempre transcurre en cámara lenta, y casi todas las veces he sido completamente incapaz de encontrarle una línea de tiempo satisfactoria. En algún momento corro detrás de él, frenético, con ira saliendo por mis ojos. Llueve, poco. Tengo una pistola de agua en la mano, apretando la cacha como si de ella me sostuviera para no caerme del mundo. Aprieto los dientes y los pies apenas le responden a mis ímpetus de matarlo, aunque sea en el juego. A nuestro alrededor hay una modesta guerra de agua entre amigos: tres equipos y sendas trincheras. Algo salió de control; alguien, él o yo, o ambos, hizo algo ilegal. Alguien planeó un complot; quién de los dos lo ha hecho, no importa tanto: al final somos él y yo en una carrera por la supervivencia, yo con una pistola de agua, él corriendo, resbalando con charcos, empapado de pasto. Tenemos 17 años y parecemos dos niñitos arrebatándose un dulce, o dos adultos descubriendo un fraude multimillonario. Como siempre.

Agustín y yo nos conocimos por accidente. Estábamos en el mismo salón en primero de secundaria. Creo que nos tocó hacer un trabajo, o teníamos bancas contiguas, no lo recuerdo. Éramos igual de ñoños e igual de "buenos chicos". Pasó poco tiempo antes de que pasáramos de ser amigos de aula a ser buenos amigos, de verdad. Un año después conocimos a Paulina, Mónica y Carmina, y se convirtieron en las primeras féminas en las vidas de ambos. Era una noche colonial: caminábamos con grandes camisas (eran los noventas), "ligando". Conocerlas a ellas fue una coincidencia: nos igualaban en número y en ganas. Se dio por inaugurada, en la vida de ambos, la más efusiva Adolescencia®.

Y ya se sabe: eran los noventas, y por aquél entonces uno no podía ser adolescente si no sufría al estilo Dawson. De tal suerte que, a lo largo de seis años, la relación entre Agustín y yo se construyó así, con grandes teorías sobre el mundo, grandes teorías sobre la chica de nuestras respectivas vidas, grandes teorías sobre la diferencia entre nosotros y el mundo de fuera, y muchas tardes recorriendo centros comerciales de la del Valle. Casi siempre había una chica de la cual hablar; casi siempre creíamos saber demasiado del mundo. No éramos capaces de entender nuestra realidad sin un poco de sufrimiento, y éramos, de algún modo muy postmoderno, existencialistas de microondas. Él tenía una relación edípica muy rara, y su madre dependía de él por completo. Un día estábamos en la Condesa, cerca de donde él vivía, y ella fue a buscarlo sólo porque no podía cambiar un foco. Cosas así. Ambos éramos tan codependientes y pre-emos (es cierto: éramos pre-emos, sólo que usábamos jeans Pepe en vez de playeras a rayas y pelo de honguito en vez de enormes flecos), que no había otra salida posible.

La sangre corre por mis venas como el vino en las tabernas”. Esa era la frase climática del poema que Agustín le había escrito a Carmina. Llevaba como dos semanas leyendo a Neruda, o a Lorca, no lo recuerdo, y llevaba un mes persiguiendo a Carmina in a Dawson way. En realidad, siempre dudé de la originalidad de esa frase. En su momento, a los 14 años, me parecía demasiado perfecta. Como fuera, yo no escribía nada: era un adolescente preparándome a ser ingeniero. Ese día todo cambió: Carmina, que durante un mes había sido completamente despectiva con respecto a Agustín, de pronto quedó enternecida por una prosa poética repleta de lugares comunes, carente de estructuras, sin narrativa ni voz ni nada. El texto de Agustín era una espinilla escrita. Y, sin embargo, se convirtió en el mejor posicionamiento de mi amigo. De pronto, no era ñoño, era tierno; no era uncool, sino tímido. Se convirtió, después de veinte renglones, en el Dawson tropicalizado para una generación de aguerridas adolescentes clasemedieras que amaba a Dawson.

Una verdad absoluta: no hay forma de arte que un hombre desarrolle en su vida sin que haya una mujer de por medio. Eso es claro: los virtuosos en la guitarra aprenden “More than words” para exprimir rostros de asombro; los que pintan comienzan con el rostro de su noviecita de primaria; los que escriben, lógico, lo comienzan con un poema de amor a ritmo de las películas para chicas. No es que a mí me gustara Carmina ni nada. De cualquier modo, ese día comencé a escribir. A diferencia de Agustín, yo siempre tuve un ingrediente que por aquél entonces era medianamente popular: locura. Si Agustín escribía, por ejemplo, “la sangre corre por mis venas como el vino en las tabernas”, yo escribía una canción que dijera “en tu delirio demencial llévame hasta el abismo, hasta el final”. Yo comencé a convertirme en una suerte de enfant terrible de peluche y comenzamos entonces una carrera por el trono en el rockstarismo de nuestra cuadra. La meta tácita no era otra que llamar la atención.

Nunca fue franco tampoco. Es decir: no nos declaramos una suerte de dance fight de video de Michael Jackson ni nada. Más bien nos decíamos parte de una misma cosa. Tampoco que pretendiéramos nunca tener un “movimiento literario”; sólo intercambiábamos ideas, tal cual, para tener textos efectivos para el ligue. Con el tiempo, las modestas cartitas se convirtieron en auténticas obras de arte amateur. Ya no era la carta en hoja de cuaderno, sino el poema “ultraísta” en un cómic hechizo de Calvin y Hobbes. O en un CD de No Doubt o Bon Jovi. Al menos eso hacía él; por mi parte, me volvía el trovador de las fiestas. Y, para ambos, funcionaba. Supongo que eso se fue traduciendo, de algún modo, en un enfrentamiento contenido, que, como dije, no fue franco nunca.

Nunca sino hasta esa tarde lluviosa de las guerritas de agua. Los antecedentes son difusos: habíamos adquirido como hobbie histriónico el actuar peleas espontáneas entre él y yo, para ver la reacción de la gente; en la última, Javier había detenido a Agustín para que no me golpeara (Agustín lo tomó como una preferencia directa hacia mí). Llevábamos meses cultivando grupos de amigos distintos; él, el de otras chicas; yo, el de otras chicas y otros amigos, artistoides todos. Yo ya me había vuelto medio punk; él era cada vez más pijo. La riña literaria culminó esa tarde lluviosa de las guerritas de agua.

Estábamos en un pueblo de Michoacán, en casa de la abuela de Agustín. Llevábamos ahí pocos días que par él habían sido un infierno: el resto de nosotros trasnochábamos, aún a sabiendas de que él tenía que despertar todos los días temprano para acompañar a su madre al mercado. Luego debía hacer(nos) el desayuno. Por fin esa tarde de lluvia Agustín explotó. Yo, que lo vi de pronto como el ser noble pero temeroso pero ambicioso que es, sentí coraje por ver salir a la luz de la tarde lo que siempre había estado oculto; lo que Agustín y yo teníamos en común: esa rabia contenida por ser alguien.

Lo perseguí hasta que cayó al suelo y me abalancé sobre él. Los demás me observaron con miedo, con la incredulidad de quien ve a un hombre completo consumido por insectos. Disparé, directo en la cara. Otra vez. Lo tenía sujeto, no tenía modo de escapar. Le disparé en la cara una y otra vez, hasta que ya no se sabía si el agua en su cara provenía de mi pistola o del cielo gris. Le llené la boca de agua con sabor a cloro. Los demás observaban; parecían desconocer el procedimiento a tomar: yo le disparaba a quemarropa a Agustín, aunque al final aquello sólo fuera agua. Por fin fue Sergio quien me separó. Antes de que me tomaran entre diez brazos por los aires, acerqué de modo grotesco mi boca a su oído.

- Soy mejor que tú; siempre seré mejor que tú, y lo sabes.

Nadie más que él me escuchó, pero en el momento supe lo que sus ojos querían decir, lo que sus ojos mojados de cielo y de mí estaban diciéndome: no es que fuera mejor que él. Simplemente, en ese momento, me había convertido en un monstruo más grande.

14.5.08

secreto 6: superhéroe

Mi abuela vive en un multifamiliar que, en su momento, encumbró el sueño de la clase media delvallecina: un enorme complejo de edificios enormes con un patio central enorme. La puerta de cada edificio, a ojos infantiles, simulaba la entrada a una fortaleza. Cada una de ellas tenía un resguardo vítreo, protegido por dos muros laterales de concreto que servían de marco. Parecían la entrada a fortalezas; sin embargo, nadie se percató de ello hasta que apareció Jimancito.

Debe haber sido de tarde, no lo recuerdo. Jimancito apareció en la puerta de la fortaleza de la que salía todas las tardes a jugar. Ataviado con calzoncillos sobre el pantalón, una espada de plástico y un escudo de plástico, cabello de príncipe valiente, dominó la plaza con la mirada e hizo lo debido: lanzó un “por el poder de Grayskull” de viva voz. Sin lugar a dudas, era el blanco perfecto para los niños ligeramente más grandes que por eso entonces ejercían su poderío futbolero sobre la plaza. Las risas iniciales se tornaron, a los pocos días, en un hábito joditivo: Jimancito se convirtió en la mascota de los niños más grandes. No recuerdo muy bien cuáles fueron los pasos intermedios, pero lo cierto es que el colmo llegó cuando echar a Jimancito al bote de la basura se convirtió en el pasatiempo de las cinco de la tarde. Jimancito daba pena: salía del bote de basura y volvía de nuevo a su juego: sacar la espada, gritar por Grayskull, pelear con enemigos hipotéticos, que, un balonazo en la cara después, se volvían reales como el humor negro de Skelleton. Sin embargo, había algo en Jimancito que dejaba un rastro de poder asumido, que es el que vale. Por momentos no había nada capaz de frenarlo… hasta que se atravesaba la horda de preadolescentes futboleros.

Aquello se volvió insufrible el día en que Jimancito perdió la cabeza. Si no mal recuerdo, alguien lo llamó “niñita” o algo así. Fue entonces que se volvió una furia. Nadie supuso que su espaducha de plástico pegara tan duro. Esa fue también la primera vez que lloró frente a los demás. Con rabia: apretaba los dientes. Cuando terminó de dar piñatazos, corrió a su fortaleza. No volvió a salir jamás.

Justo cuando la diversión parecía haberse ido para siempre, apareció en la plaza un niño vestido de Batman que, además, se la tomaba muy en serio: se escondía en los sotanillos de los edificios; a diferencia de Jimancito, no mostraba la cara, nunca. No gritaba; no representaba su papel. Nomás se quedaba sentado en algún rincón lejano y observaba al resto de los niños. No parecía ira lo de sus ojos; era más bien una observación amenazante, como si estuviera cazando. Se quedó así durante semanas, sin que nadie se le acercara siquiera, no porque inspirara respeto, sino porque, sencillamente, a nadie incomodaba.

No recuerdo bien a quién le fue peor; si a Rafa o a Jorge o a uno de los hermanos Bola. En realidad, ninguno de ellos había visto a Batman, nunca. Se enteraron cuando era demasiado tarde, y no fue fácil atar las “coincidencias”. La misma semana apareció un balón ponchado, un perrito amarrado en uno de los árboles escondidos de la jardinera central y un huevazo anónimo en la cabeza de uno de ellos. No hubiese sido difícil pensar en algún incidente mayor: un rodamiento por las escaleras, una pierna rota, un cable tenso en medio del campo de fútbol. Sin embargo, nadie lo entendió en ese momento. Es posible que ni siquiera hayan pensado en Batman detrás de los breves incidentes, lo cual es mejor: de haberle dado la atención a ese pequeño escondrijo con patas, quién sabe hasta dónde hubiese llegado todo.

Batman desapareció sin rastro (ni nostalgia) de la escena infantil. Pocos lo vimos, y aún menos de nosotros lo relacionamos con los incidentes, que tampoco pasaron a mayores. Supongo que fueron aún menos los que trataron de encontrar una relación entre Batman y Jimancito, y estoy seguro de que, hasta el día de hoy (aunque ni se lo pregunten ni lo recuerden) nadie sabe quién era Batman, ni Jimancito.

Digámoslo así: juro por el poder de Grayskull que, si me daban el chance, iba a aventar a alguien por una escalera. Lo juro.

13.5.08

secreto 5: portafolio

Sin exagerar, pasé cuatro años encerrado en mi cuarto. Era la pubertad en pleno: el mismo día que cumplí nueve años, me encerré en mi habitación de la colonia del Valle para no salir hasta que una cantidad indecible de grasa se me había bien instalado en el rostro. Aquello se debió, sobre todo, a un factor casi irrelevante: el divorcio de mis padres, que no supe bien entender sino hasta hace pocos meses. La cosa es que ese periodo oscuro de mi vida fue, igual que el Oscurantismo del Mundo, una época más provechosa de lo que parece.

Durante ese periodo desarrollé un montón de actividades. Hasta hoy, por cierto, ese repertorio pertenecía a un espacio amplio dentro de las fobias de mi madre, que considera esa época como una perversión agigantada de mi parte. Para no hacer esto demasiado largo, va el listado de las atrocidades que cometí en un cuarto de cuatro por cinco durante esos años prepúberes.

1. Durante algunos meses, fantaseé con volverme inventor (sic). La obsesión, que duró algunos meses, provino de una serie de aparatos descompuestos que mi padre nos regaló un día: jueguitos electrónicos ochenteros, consolitas viejas, inservibles e imposibles. Mi ira se vertió en los circuitos de esos triques, los cuales destrocé, eso sí, con desarmador, a quemarropa, para desentrañar su funcionamiento electrónico y poder traducir tal conocimiento en mis propios inventos. Al final, mi empresa consistía en más de 40 videojuegos que hoy, con toda seguridad, valdrían una fortuna en el mercado de coleccionistas de los ochenta. Mi madre pensó que los aparatos habían estado descompuestos desde siempre. Yo desistí de ser inventor de inmediato: jamás pude armar un jueguito de vuelta.

2. Me volví fanático de Yanni, Roxette y Bon Jovi. Tenía un tocadiscos enorme con casetera; conectaba ese aparato, viejísimo, a unas bocinas obsoletas que sonaban fatal; para ello había que amarrar cables, utilizar cinta negra (y mis habilidades de inventor, sic); finalmente, cerraba mi cuarto, con seguro, y dejaba correr las cintas. Me acostaba en mi cama y pensaba; o jugaba con uno de mis últimos juguetes, con cierta vergüenza; a veces, cuando estaba contento, saltaba. Aprendí de memoria todos mis casetes: todos ellos me deprimían de algún modo (excepto por Bon Jovi). Mi cuarto tenía un ventanal enorme que daba a un balcón que jamás se abría; era demasiado peligroso. Algunas tardes, fantaseaba con la idea de aprender a hacer música: tocar tan fuerte y tan bien, que un día un alguien-importante me escucharía desde la calle y…

3. Las Gatitas de Porcel. Tenía un televisor pequeñísimo, pero con cable. Por las noches bajaba el volumen y me sumergía en el mundo de porn deslactosado light argentino. Lo cierto es que pasé dos años en ese cuarto antes de descubrir la masturbación; sin embargo, había algo en ese programa que me desataba pensamientos que luego cuajaban en el video de Marta Sánchez y se traducían en sueños impíos: temía por mi alma, sucia, que a veces fantaseaba con dormir junto a una mujer. Temía el sólo pensar en la penetración, y prefería creer que, de hecho, uno podía tener hijos con sólo abrazar a la pareja. Todo se desvanecía cuando soñaba con una imagen de algún cliché eclesiástico regañándome. Y a la noche siguiente volvía a Porcel y sus gatitas y Marta.

4. Conocí Telehit. Whatever that means.

5. No tenía la menor idea de cómo hacer música, pero moría de ganas. Escribía letras (casi siempre retacadas de un sentido de responsabilidad social que ahora me da asco); para saber cómo iban, dibujaba sobre las letras una “línea melódica”, que era una onda de volumen, o algo así. Cuando cumplí once años, mi prima consiguió una guitarra que se rompió de inmediato. Yo se la pedí prestada. Para cuando aprendí a tocar algo, era una desgracia: prácticamente un tablón con un agujero y cuerdas. Aún así podía tocar acordes en una tabla que había pegado con cinta canela a otra tabla (que no era de la misma guitarra). Y así toqué en mi primera banda, a los trece.

6. Empecé a escribir también. Cada vez que escribía, lloraba; lo que escribía iba directo a un portafolio que sistemáticamente perdí, no sé cuándo. Desde entonces, hasta hoy, no lloro en absoluto.

Y ahí mi oscurantismo, del cual no volveré a hablar nunca. There, mother: peace.

12.5.08

secreto 4: almohada

Los primeros seis años de mi vida, crecí como un niño consentido en todos los sentidos. El día de mi nacimiento, mi abuela paterna me regaló un enorme peluche, para no estar solo. Fui el primer nieto de lado de mi padre; del lado de mi madre obtuve un decoroso quinto lugar que, según yo, me mantuvo los pies en el piso cuando mi otro status reclamaba lo contrario. A pesar de ello, mi madre dice que siempre fui demasiado consentido: demasiado acostumbrado a mis modos, a mis concesiones y caprichos. Y eso no lo resintió nadie como Juan, incluso antes del incidente de la almohada.

En el año del 85 pasaron demasiadas cosas en nuestro mundo. Mi padre hizo su primer viaje laboral largo a Europa. Yo tuve varicela en el primer semestre del año. Hubo un temblor que nos cayó de sorpresa en septiembre; no nos enteramos de la tragedia sino hasta que yo estaba ya bien en el kinder, horas después, cuando mis padres apenas comprobaron que había pasado algo peor de lo que parecía y volvieron por mí a un colegio vaciado por padres que reaccionaron tarde. Ese mismo año, en abril, casi mayo, nació Juan: un bebé rechoncho, de ojos oscuros y blanco como el cascarón de un huevo. El infante más tierno que he visto en mi vida: frágil, callado, analítico desde el día uno; nació con una propensión ilógica a realizar meditaciones zen. Y, además, fue completamente inadvertido: su padre estaba en Berlín, y supo de su nacimiento hasta tres días después; su hermano tenía varicela escandalosa, y su casa nueva era un foco de infección. Juan nació en medio de catástrofes, de entre las cuales destacaba una: su hermano mayor, primogénito y consentido: yo.

Además de mí, y antes de mí, Juan tuvo sus propios problemas, nada sencillos para un recién nacido. Por ejemplo: su blancura se reflejaba en una sensibilidad agobiante. Cuando descubrió el resto de sus problemas, además, su piel se volvió un lienzo para la ansiedad: pasaron menos de seis meses para que Juan comenzara a padecer de salpullidos que habían de curársele con menjurjes raros que se agregaban a la tina. Otro problema: a Juan le gustaban las mediciones. Desde el momento en que comenzó a gatear, utilizó su botella de leche para medir su mundo. Cada dos gateadas, volteaba la botella y dejaba caer algunas gotas sobre el piso; así desde la pared uno hasta la última. Al final de su empresa, la casa parecía bebedero de cabritos. Y él parecía disfrutarlo.

Juan tenía, y tiene, eso: siempre parece disfrutar lo que hace, por pequeño que sea. Eso hasta que entraba yo en escena. Por ejemplo: cada que pasaba lo de las mediciones, entraba yo a destrozarle su trabajo realizado de manera milimétrica, pisando con calcetines. O lo hacía llegar con engaños hasta la parte trasera del árbol de navidad, para luego hacer que éste cayera sobre él. Yo era cruel; y Juan, por alguna razón que todavía no entiendo, era bueno conmigo. No sólo me tenía paciencia, sino que me seguía los juegos. Éramos cómplices, pero siempre de un modo desigual. Uno de mis hobbies era sacar el colchón de nuestro cuarto al patio, para luego saltar desde la ventana hasta el mullido target. Después de eso, haría que Juan saltara, sin siquiera preguntárselo. Pensar en un bebé de año y medio saltando dos metros hacia un colchón. Algo así. Y fue justo esa complicidad incondicional la que originó el incidente de la almohada.

Por aquel entonces, yo tenía una manía seria: además de rockero, quería ser superhéroe. Me amarraba una sábana o una toalla al cuello, me ponía unas botas de mi padre, y andaba por la casa jugando a que volaba. Juan, evidentemente, siempre terminaba jugando el papel de villano involuntario: era mi Patiño. Claro que él tenía menos de dos años; para que la tragicomedia funcionara, era necesario que yo le diera instrucciones continuas; debía moverlo, físicamente. Él, mientras, me observaba con sus enormes cachetes rosados y sus pelos necios. Sonreía y se dejaba jugar. Al final de los juegos, yo era el supremo vencedor. Aquello era, en lenguaje freudiano, algo así como el establecimiento del mecanismo del fraude en mi vida, y de la frustración en la de Juan.

Al principio, yo asumía, de algún modo, que, a pesar de mi hermano en escena, yo jugaba de manera ruidosa ante un público medianamente participante. Sin embargo, con el correr de los meses fui involucrando a Juan cada vez más en el drama. Al principio corría a su alrededor, propinándole lejanos conjuros mágicos con una varita de cartón; él agitaba las manos y reía compulsivamente. Luego, corría a su alrededor lanzando conjuros mágicos, mientras le golpeaba con una varita de cartón hasta hacerlo rabiar y llorar. Entonces Juan sí que era un villano; sus alaridos invocaban de inmediato al más grande de los males para mis juegos infantiles: mi madre. Así fueron transcurriendo meses de juegos siempre a mi favor, de manera poco riesgosa. Así, hasta una tarde.

Estoy casi seguro de que queda la fotografía de esa tarde en casa de mi madre: aparezco yo haciendo una mueca estúpida, apretando los cachetes de Juan. Él sonríe. Sin embargo, dudo que alguien recuerde ese episodio. Llevábamos toda la tarde jugando a lo de siempre: yo era el héroe encargado de vengar una afrenta no cometida, vapuleaba al villano hechizo y acto seguido el villano comenzaba a llorar. Esta vez había una excepción: el villano estaba sobre la cama, junto a una almohada con cubierta de Mickey Mouse. Juan no paraba de llorar, como siempre, sólo que había algo distinto: mi madre estaba afuera de la casa, conversando con alguien. Corrió el tiempo esperado, y no llegó; Juan seguía llorando profusamente. Quizá fue la catarsis del drama que siempre actuábamos; quizá fue otra cosa, mi propio capricho, mi varicela extendida. Sé que algo como una horda de hormigas me trepó por el cuerpo y de pronto conocí lo que se llama poder. Sin pensar (es lo que hubiese hecho un héroe) tomé la almohada y me fui sobre mi hermano. Yo había visto esa escena cientos de veces en telenovelas y películas: mi trabajo era ahogarlo. Puse la almohada sobre su cara, sin ningún reparo. Él seguía llorando. La sensación de omnipotencia crecía; las hormigas me llegaron a la cabeza. Mi hermano lloraba debajo de la almohada, aunque cada vez menos. En algún momento alguien tendría que decir corte y mi hermano volvería a reír. Mientras, yo era el héroe: yo salvaba a un mundo improbable de mis abusos infantiles. Yo era mi propio capricho encarnado.

No me estaba moviendo ya. Comprendí que la escena había terminado, con un costo quizá demasiado alto: debajo de la almohada, Juan no lloraba más. Me había congelado no ante el grito de mi madre, que caminaba ya hacia nuestro cuarto, sino ante el silencio inmediato. Lo ahogué; estaba seguro de haberlo ahogado. Para colmo, mi madre se acercaba rápidamente. Levanté la almohada y entonces vi lo inevitable: Juan estaba ahí abajo, con su cara de siempre, riendo. Cosquillas, supongo; el conocimiento inexacto de las técnicas de homicidio para un niño de cinco años salvó a mi hermano. O a mí.

Mi madre venía rápidamente con una cámara que la vecina le había traído de un viaje. De inmediato nos tomó una foto: yo hago una mueca estúpida, de satisfacción; mi hermano sonríe como siempre, como nunca.

7.5.08

secreto 2: el fraude de la trapper

Esta confesión contiene dos secretos. El primero: durante mi primera y segunda infancia fui profundamente ochentero. Es decir: tuve mi primera desde Gusi Gusano hasta He Man, y la segunda desde Bon Jovi hasta Guns. Me gustaba vivir en la primera década de mi vida; me gustaba que el único presidente de mi vida fuera de la Madrid, que los 3 Musketeers fueran siempre de importación, me gustaban los colores estridentes. Quería ser grande en una década en la cual ser grande implicaba tener doce años. Veinte años después eso cambiaría radicalmente; pero por aquel entonces, vivir en los ochentas era, para mí, vivir en el paraíso: en el paraíso de colores chillantes y mundos divididos.

Es evidente que, además, me gustaban los artículos ochenteros. Los lentes oscuros planos, cuadradotes y de plástico. Los tenis pesados. Las chamarras de cuero. Yo era un niño de seis años y ya quería vestirme como pixie. Una de las cosas más preciadas de ese tiempo eran las Trapper Keepers. ¡Cuán maravillosas eran, cuán estridentes e inútiles! Un folder enorme de plástico oloroso y terrible, inservible, incómodo (más para un bracete de seis años). Las Trapper Keepers eran un desastre comparable con el Muro de Berlín. Y yo, naturalmente, quería una; no tenía nada qué guardar en ellas: no hacía exámenes susceptibles de revisiones posteriores, no escribía, no recibía ni enviaba cartitas de amor, no guardaba documentos de ningún tipo, es más, ni siquiera dibujaba. Pero yo, ochentero yo, quería una.

Creo que me la trajo mi tío Juan. Por aquella época él era el único que viajaba, en todo caso. Pasé horas observándola: amarillo fluor sobre azul chispagel. Era de cartón cubierto de plástico del peor. Tenía dos o tres bolsitas dentro, que a mí me parecían el escondrijo mejor planeado de la historia, listo para guardar absolutamente nada. Tenía dos folders horribles. Y para mí, era como tener los ochentas en las manitas: estaba listo para asaltar la década.

Con mi pequeño uniforme de cuadros cafés me fui a la escuela. Todo lo que debía llevar estaba en mi mochila. Bajo el brazo, iba mi Trapper, vacía. Reluciente. Al llegar sentí como si todas las miradas me cayeran encima; porque eran los ochentas y mis compañeritos (oh, qué adultos parecían los de sexto de primaria, qué grandes y experimentados) también eran orgullosos ochentenos. Tenían el pelo grande y las sonrisas invadidas de frenos. Esa mañana en la Jesus & Mary School quedará anotada en los anales de la historia como el primer día en el que un niño de preprimaria, con una Trapper bajo el bracito, se dio el lujo de maestrear a un niño de sexto. Esta bolsita es para guardar crayolas, decía; ésta otra para el lunch. ¡Ahí no cabe un lunch! Claro que sí (displicente): cabe un lunch moderno, como el que comen los astronautas y los rockeros y los ninjas. Oh. Ajá; y los colores son los mismos que los de la Trapper de He Man. ¡He Man no tiene Trapper! ¡Claro que sí! ¿Dónde crees que el Príncipe Adam guarda su ropa cuando se convierte en He Man? Oh.

Juro que comenzó como una inocente muestra de mal manejo de la fama. La Trapper estaba vacía, era un objeto de cartón y plástico sin uso real; era una estupidez. Sin embargo, era la noticia más caliente de esa mañana del 87. Los niños querían más: querían que esa Trapper, que por lo demás sólo tenía colores padres, se convirtiera en una moto de Tron. Querían tener una bolsita ínfima para guardar un lunch moderno, como el que comen los astronautas y los rockeros y los ninjas. Querían que He Man tuviera Trapper. Querían que ese folder, que representaba para nosotros todo lo que concebíamos como aspiracionalidad, fuera en verdad un objeto maravilloso, mágico. Querían una retribución simbólica, saber que ese mero objeto hacía de la gente alguien mejor. Y yo, que desde entonces era una persona horrible y ficcional, se los di. Me inventé historias de cómo una Trapper podía convertirse en coche a control remoto (ese modelo existía, pero no podía decirles dónde); me inventé un inventario (la palabra nunca fue más exacta) de usos sobrenaturales para un pedazo de cartón. Conocí ese día el significado de la palabra seducción. Para la hora del recreo, mis compañeritos, que desde siempre habían querido a medias una Trapper, hubiesen matado a un Halcón Galáctico para tener una. Aunque no fuera del modelo Transformer. Y el culpable de eso era yo.

No sé qué me orilló a hacerlo, y ése es el segundo secreto. Quizá en el mundo adulto sería un sentimiento llamado “gula de poder”; en lenguaje infantil sería “ingenuidad” o “fe” o “brújula de consecuencias fuera de servicio”. En realidad supongo que fue la inercia. Yo seguía hablando de estas Trappers maravillosas que te permiten volar, cuando alguien preguntó cómo es que yo sabía tanto de Trappers. Fácil: mi tío tiene una tienda de Trappers.

Ese día por la mañana, mi madre había dejado a su vástago en la escuela con una Trapper y una sonrisa en la cara. A las dos de la tarde, su hijo era el mismo, con la Trapper, la sonrisa… y un montón de monedas dentro de la bolsita del lunch moderno de la Trapper. No sé cómo pasó. Luego de la mentira sobre mi tío el de la tienda hubo una laguna en la que yo, al parecer, dije a mis compañeritos que sí, que podían darme el dinero para que yo les trajera Trappers. El precio, además, era irrisorio: el equivalente a unos diez o veinte pesos de ahora. De inmediato muchos vaciaron sus arcas y yo me fui a casa sin saber lo que había ocurrido. Al día siguiente, más compañeritos me dieron dinero. Y al otro día. Yo me percaté de la magnitud del asunto hasta que llegó el primer reclamo; mi madre se enteró de la situación casi un mes después, por otro reclamo… del Consejo de Padres de Familia.

Como ahora, entonces yo era un cobarde. Es decir: era y soy un cobarde para las vueltas en U. Algunos a eso le llaman sencillamente orgullo. Yo sé que no era ni es tal; es cobardía, de la más sencilla, de la que no se puede controlar. Bastó que soltara mi heroica declaración, mi propuesta irreal, para que todo se complicara irrevocablemente. Porque yo no iba a devolver el dinero: me daba vergüenza admitir que nada de lo que había dicho era cierto. Tampoco le confesaría nada a mi madre, porque me haría devolver el dinero, lo cual implicaba confesarlo todo dos veces. Tampoco soy ni era un ladrón: todo el dinero que recibí lo fui guardando en una cajita… o quizá no, eso no lo recuerdo.

Mi última memoria al respecto tiene que ver con mi madre, la cara caída de vergüenza, parada fuera de la escuela, a la salida, repartiendo el dinero a una turba de madres jóvenes que me miraban con cierto recelo pero sin rencor. Mis compañeritos lo habían olvidado todo: nadie se acercó a reclamar. Supongo que había ya un juguete nuevo o una caricatura que se llevaba todo el furor. Yo no sentí culpa. Sólo, quizá un poco, por mi madre. Aunque debo decir que tampoco tuve represalia que recuerde. No fui menos popular, ni más: cobré mis quince de fama y, a mis seis años, era suficiente.

La Trapper desapareció en alguna mudanza, no sin antes convertirse en un manojo de garabatos y rayones proferidos por mis hermanos. Yo me olvidé de ella en el tiempo normal: quizá dos o tres semanas.