7.5.08

secreto 2: el fraude de la trapper

Esta confesión contiene dos secretos. El primero: durante mi primera y segunda infancia fui profundamente ochentero. Es decir: tuve mi primera desde Gusi Gusano hasta He Man, y la segunda desde Bon Jovi hasta Guns. Me gustaba vivir en la primera década de mi vida; me gustaba que el único presidente de mi vida fuera de la Madrid, que los 3 Musketeers fueran siempre de importación, me gustaban los colores estridentes. Quería ser grande en una década en la cual ser grande implicaba tener doce años. Veinte años después eso cambiaría radicalmente; pero por aquel entonces, vivir en los ochentas era, para mí, vivir en el paraíso: en el paraíso de colores chillantes y mundos divididos.

Es evidente que, además, me gustaban los artículos ochenteros. Los lentes oscuros planos, cuadradotes y de plástico. Los tenis pesados. Las chamarras de cuero. Yo era un niño de seis años y ya quería vestirme como pixie. Una de las cosas más preciadas de ese tiempo eran las Trapper Keepers. ¡Cuán maravillosas eran, cuán estridentes e inútiles! Un folder enorme de plástico oloroso y terrible, inservible, incómodo (más para un bracete de seis años). Las Trapper Keepers eran un desastre comparable con el Muro de Berlín. Y yo, naturalmente, quería una; no tenía nada qué guardar en ellas: no hacía exámenes susceptibles de revisiones posteriores, no escribía, no recibía ni enviaba cartitas de amor, no guardaba documentos de ningún tipo, es más, ni siquiera dibujaba. Pero yo, ochentero yo, quería una.

Creo que me la trajo mi tío Juan. Por aquella época él era el único que viajaba, en todo caso. Pasé horas observándola: amarillo fluor sobre azul chispagel. Era de cartón cubierto de plástico del peor. Tenía dos o tres bolsitas dentro, que a mí me parecían el escondrijo mejor planeado de la historia, listo para guardar absolutamente nada. Tenía dos folders horribles. Y para mí, era como tener los ochentas en las manitas: estaba listo para asaltar la década.

Con mi pequeño uniforme de cuadros cafés me fui a la escuela. Todo lo que debía llevar estaba en mi mochila. Bajo el brazo, iba mi Trapper, vacía. Reluciente. Al llegar sentí como si todas las miradas me cayeran encima; porque eran los ochentas y mis compañeritos (oh, qué adultos parecían los de sexto de primaria, qué grandes y experimentados) también eran orgullosos ochentenos. Tenían el pelo grande y las sonrisas invadidas de frenos. Esa mañana en la Jesus & Mary School quedará anotada en los anales de la historia como el primer día en el que un niño de preprimaria, con una Trapper bajo el bracito, se dio el lujo de maestrear a un niño de sexto. Esta bolsita es para guardar crayolas, decía; ésta otra para el lunch. ¡Ahí no cabe un lunch! Claro que sí (displicente): cabe un lunch moderno, como el que comen los astronautas y los rockeros y los ninjas. Oh. Ajá; y los colores son los mismos que los de la Trapper de He Man. ¡He Man no tiene Trapper! ¡Claro que sí! ¿Dónde crees que el Príncipe Adam guarda su ropa cuando se convierte en He Man? Oh.

Juro que comenzó como una inocente muestra de mal manejo de la fama. La Trapper estaba vacía, era un objeto de cartón y plástico sin uso real; era una estupidez. Sin embargo, era la noticia más caliente de esa mañana del 87. Los niños querían más: querían que esa Trapper, que por lo demás sólo tenía colores padres, se convirtiera en una moto de Tron. Querían tener una bolsita ínfima para guardar un lunch moderno, como el que comen los astronautas y los rockeros y los ninjas. Querían que He Man tuviera Trapper. Querían que ese folder, que representaba para nosotros todo lo que concebíamos como aspiracionalidad, fuera en verdad un objeto maravilloso, mágico. Querían una retribución simbólica, saber que ese mero objeto hacía de la gente alguien mejor. Y yo, que desde entonces era una persona horrible y ficcional, se los di. Me inventé historias de cómo una Trapper podía convertirse en coche a control remoto (ese modelo existía, pero no podía decirles dónde); me inventé un inventario (la palabra nunca fue más exacta) de usos sobrenaturales para un pedazo de cartón. Conocí ese día el significado de la palabra seducción. Para la hora del recreo, mis compañeritos, que desde siempre habían querido a medias una Trapper, hubiesen matado a un Halcón Galáctico para tener una. Aunque no fuera del modelo Transformer. Y el culpable de eso era yo.

No sé qué me orilló a hacerlo, y ése es el segundo secreto. Quizá en el mundo adulto sería un sentimiento llamado “gula de poder”; en lenguaje infantil sería “ingenuidad” o “fe” o “brújula de consecuencias fuera de servicio”. En realidad supongo que fue la inercia. Yo seguía hablando de estas Trappers maravillosas que te permiten volar, cuando alguien preguntó cómo es que yo sabía tanto de Trappers. Fácil: mi tío tiene una tienda de Trappers.

Ese día por la mañana, mi madre había dejado a su vástago en la escuela con una Trapper y una sonrisa en la cara. A las dos de la tarde, su hijo era el mismo, con la Trapper, la sonrisa… y un montón de monedas dentro de la bolsita del lunch moderno de la Trapper. No sé cómo pasó. Luego de la mentira sobre mi tío el de la tienda hubo una laguna en la que yo, al parecer, dije a mis compañeritos que sí, que podían darme el dinero para que yo les trajera Trappers. El precio, además, era irrisorio: el equivalente a unos diez o veinte pesos de ahora. De inmediato muchos vaciaron sus arcas y yo me fui a casa sin saber lo que había ocurrido. Al día siguiente, más compañeritos me dieron dinero. Y al otro día. Yo me percaté de la magnitud del asunto hasta que llegó el primer reclamo; mi madre se enteró de la situación casi un mes después, por otro reclamo… del Consejo de Padres de Familia.

Como ahora, entonces yo era un cobarde. Es decir: era y soy un cobarde para las vueltas en U. Algunos a eso le llaman sencillamente orgullo. Yo sé que no era ni es tal; es cobardía, de la más sencilla, de la que no se puede controlar. Bastó que soltara mi heroica declaración, mi propuesta irreal, para que todo se complicara irrevocablemente. Porque yo no iba a devolver el dinero: me daba vergüenza admitir que nada de lo que había dicho era cierto. Tampoco le confesaría nada a mi madre, porque me haría devolver el dinero, lo cual implicaba confesarlo todo dos veces. Tampoco soy ni era un ladrón: todo el dinero que recibí lo fui guardando en una cajita… o quizá no, eso no lo recuerdo.

Mi última memoria al respecto tiene que ver con mi madre, la cara caída de vergüenza, parada fuera de la escuela, a la salida, repartiendo el dinero a una turba de madres jóvenes que me miraban con cierto recelo pero sin rencor. Mis compañeritos lo habían olvidado todo: nadie se acercó a reclamar. Supongo que había ya un juguete nuevo o una caricatura que se llevaba todo el furor. Yo no sentí culpa. Sólo, quizá un poco, por mi madre. Aunque debo decir que tampoco tuve represalia que recuerde. No fui menos popular, ni más: cobré mis quince de fama y, a mis seis años, era suficiente.

La Trapper desapareció en alguna mudanza, no sin antes convertirse en un manojo de garabatos y rayones proferidos por mis hermanos. Yo me olvidé de ella en el tiempo normal: quizá dos o tres semanas.

1 comentario:

maika dijo...

Juaaaa juaaaa este secreto es bueno!, jamás kise una de esas carpetas!!! las recuerdo pero me ocnformaba con mis folders de papel, pero podrias inicar un negocio de carpetitas....