12.5.08

secreto 4: almohada

Los primeros seis años de mi vida, crecí como un niño consentido en todos los sentidos. El día de mi nacimiento, mi abuela paterna me regaló un enorme peluche, para no estar solo. Fui el primer nieto de lado de mi padre; del lado de mi madre obtuve un decoroso quinto lugar que, según yo, me mantuvo los pies en el piso cuando mi otro status reclamaba lo contrario. A pesar de ello, mi madre dice que siempre fui demasiado consentido: demasiado acostumbrado a mis modos, a mis concesiones y caprichos. Y eso no lo resintió nadie como Juan, incluso antes del incidente de la almohada.

En el año del 85 pasaron demasiadas cosas en nuestro mundo. Mi padre hizo su primer viaje laboral largo a Europa. Yo tuve varicela en el primer semestre del año. Hubo un temblor que nos cayó de sorpresa en septiembre; no nos enteramos de la tragedia sino hasta que yo estaba ya bien en el kinder, horas después, cuando mis padres apenas comprobaron que había pasado algo peor de lo que parecía y volvieron por mí a un colegio vaciado por padres que reaccionaron tarde. Ese mismo año, en abril, casi mayo, nació Juan: un bebé rechoncho, de ojos oscuros y blanco como el cascarón de un huevo. El infante más tierno que he visto en mi vida: frágil, callado, analítico desde el día uno; nació con una propensión ilógica a realizar meditaciones zen. Y, además, fue completamente inadvertido: su padre estaba en Berlín, y supo de su nacimiento hasta tres días después; su hermano tenía varicela escandalosa, y su casa nueva era un foco de infección. Juan nació en medio de catástrofes, de entre las cuales destacaba una: su hermano mayor, primogénito y consentido: yo.

Además de mí, y antes de mí, Juan tuvo sus propios problemas, nada sencillos para un recién nacido. Por ejemplo: su blancura se reflejaba en una sensibilidad agobiante. Cuando descubrió el resto de sus problemas, además, su piel se volvió un lienzo para la ansiedad: pasaron menos de seis meses para que Juan comenzara a padecer de salpullidos que habían de curársele con menjurjes raros que se agregaban a la tina. Otro problema: a Juan le gustaban las mediciones. Desde el momento en que comenzó a gatear, utilizó su botella de leche para medir su mundo. Cada dos gateadas, volteaba la botella y dejaba caer algunas gotas sobre el piso; así desde la pared uno hasta la última. Al final de su empresa, la casa parecía bebedero de cabritos. Y él parecía disfrutarlo.

Juan tenía, y tiene, eso: siempre parece disfrutar lo que hace, por pequeño que sea. Eso hasta que entraba yo en escena. Por ejemplo: cada que pasaba lo de las mediciones, entraba yo a destrozarle su trabajo realizado de manera milimétrica, pisando con calcetines. O lo hacía llegar con engaños hasta la parte trasera del árbol de navidad, para luego hacer que éste cayera sobre él. Yo era cruel; y Juan, por alguna razón que todavía no entiendo, era bueno conmigo. No sólo me tenía paciencia, sino que me seguía los juegos. Éramos cómplices, pero siempre de un modo desigual. Uno de mis hobbies era sacar el colchón de nuestro cuarto al patio, para luego saltar desde la ventana hasta el mullido target. Después de eso, haría que Juan saltara, sin siquiera preguntárselo. Pensar en un bebé de año y medio saltando dos metros hacia un colchón. Algo así. Y fue justo esa complicidad incondicional la que originó el incidente de la almohada.

Por aquel entonces, yo tenía una manía seria: además de rockero, quería ser superhéroe. Me amarraba una sábana o una toalla al cuello, me ponía unas botas de mi padre, y andaba por la casa jugando a que volaba. Juan, evidentemente, siempre terminaba jugando el papel de villano involuntario: era mi Patiño. Claro que él tenía menos de dos años; para que la tragicomedia funcionara, era necesario que yo le diera instrucciones continuas; debía moverlo, físicamente. Él, mientras, me observaba con sus enormes cachetes rosados y sus pelos necios. Sonreía y se dejaba jugar. Al final de los juegos, yo era el supremo vencedor. Aquello era, en lenguaje freudiano, algo así como el establecimiento del mecanismo del fraude en mi vida, y de la frustración en la de Juan.

Al principio, yo asumía, de algún modo, que, a pesar de mi hermano en escena, yo jugaba de manera ruidosa ante un público medianamente participante. Sin embargo, con el correr de los meses fui involucrando a Juan cada vez más en el drama. Al principio corría a su alrededor, propinándole lejanos conjuros mágicos con una varita de cartón; él agitaba las manos y reía compulsivamente. Luego, corría a su alrededor lanzando conjuros mágicos, mientras le golpeaba con una varita de cartón hasta hacerlo rabiar y llorar. Entonces Juan sí que era un villano; sus alaridos invocaban de inmediato al más grande de los males para mis juegos infantiles: mi madre. Así fueron transcurriendo meses de juegos siempre a mi favor, de manera poco riesgosa. Así, hasta una tarde.

Estoy casi seguro de que queda la fotografía de esa tarde en casa de mi madre: aparezco yo haciendo una mueca estúpida, apretando los cachetes de Juan. Él sonríe. Sin embargo, dudo que alguien recuerde ese episodio. Llevábamos toda la tarde jugando a lo de siempre: yo era el héroe encargado de vengar una afrenta no cometida, vapuleaba al villano hechizo y acto seguido el villano comenzaba a llorar. Esta vez había una excepción: el villano estaba sobre la cama, junto a una almohada con cubierta de Mickey Mouse. Juan no paraba de llorar, como siempre, sólo que había algo distinto: mi madre estaba afuera de la casa, conversando con alguien. Corrió el tiempo esperado, y no llegó; Juan seguía llorando profusamente. Quizá fue la catarsis del drama que siempre actuábamos; quizá fue otra cosa, mi propio capricho, mi varicela extendida. Sé que algo como una horda de hormigas me trepó por el cuerpo y de pronto conocí lo que se llama poder. Sin pensar (es lo que hubiese hecho un héroe) tomé la almohada y me fui sobre mi hermano. Yo había visto esa escena cientos de veces en telenovelas y películas: mi trabajo era ahogarlo. Puse la almohada sobre su cara, sin ningún reparo. Él seguía llorando. La sensación de omnipotencia crecía; las hormigas me llegaron a la cabeza. Mi hermano lloraba debajo de la almohada, aunque cada vez menos. En algún momento alguien tendría que decir corte y mi hermano volvería a reír. Mientras, yo era el héroe: yo salvaba a un mundo improbable de mis abusos infantiles. Yo era mi propio capricho encarnado.

No me estaba moviendo ya. Comprendí que la escena había terminado, con un costo quizá demasiado alto: debajo de la almohada, Juan no lloraba más. Me había congelado no ante el grito de mi madre, que caminaba ya hacia nuestro cuarto, sino ante el silencio inmediato. Lo ahogué; estaba seguro de haberlo ahogado. Para colmo, mi madre se acercaba rápidamente. Levanté la almohada y entonces vi lo inevitable: Juan estaba ahí abajo, con su cara de siempre, riendo. Cosquillas, supongo; el conocimiento inexacto de las técnicas de homicidio para un niño de cinco años salvó a mi hermano. O a mí.

Mi madre venía rápidamente con una cámara que la vecina le había traído de un viaje. De inmediato nos tomó una foto: yo hago una mueca estúpida, de satisfacción; mi hermano sonríe como siempre, como nunca.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

"El conocimiento inexacto de las técnicas de homicidio para un niño de cinco años salvó a mi hermano. O a mí"

Priceless, esto mi amigo, es un momento facebook.

Mr. Minos dijo...

que quéeee!!! O_o esto si que es valor! que cojones los tuyos de escribir sobre este episodio de tu infancia. Has alguna vez comentado esto con Juan?