13.5.08

secreto 5: portafolio

Sin exagerar, pasé cuatro años encerrado en mi cuarto. Era la pubertad en pleno: el mismo día que cumplí nueve años, me encerré en mi habitación de la colonia del Valle para no salir hasta que una cantidad indecible de grasa se me había bien instalado en el rostro. Aquello se debió, sobre todo, a un factor casi irrelevante: el divorcio de mis padres, que no supe bien entender sino hasta hace pocos meses. La cosa es que ese periodo oscuro de mi vida fue, igual que el Oscurantismo del Mundo, una época más provechosa de lo que parece.

Durante ese periodo desarrollé un montón de actividades. Hasta hoy, por cierto, ese repertorio pertenecía a un espacio amplio dentro de las fobias de mi madre, que considera esa época como una perversión agigantada de mi parte. Para no hacer esto demasiado largo, va el listado de las atrocidades que cometí en un cuarto de cuatro por cinco durante esos años prepúberes.

1. Durante algunos meses, fantaseé con volverme inventor (sic). La obsesión, que duró algunos meses, provino de una serie de aparatos descompuestos que mi padre nos regaló un día: jueguitos electrónicos ochenteros, consolitas viejas, inservibles e imposibles. Mi ira se vertió en los circuitos de esos triques, los cuales destrocé, eso sí, con desarmador, a quemarropa, para desentrañar su funcionamiento electrónico y poder traducir tal conocimiento en mis propios inventos. Al final, mi empresa consistía en más de 40 videojuegos que hoy, con toda seguridad, valdrían una fortuna en el mercado de coleccionistas de los ochenta. Mi madre pensó que los aparatos habían estado descompuestos desde siempre. Yo desistí de ser inventor de inmediato: jamás pude armar un jueguito de vuelta.

2. Me volví fanático de Yanni, Roxette y Bon Jovi. Tenía un tocadiscos enorme con casetera; conectaba ese aparato, viejísimo, a unas bocinas obsoletas que sonaban fatal; para ello había que amarrar cables, utilizar cinta negra (y mis habilidades de inventor, sic); finalmente, cerraba mi cuarto, con seguro, y dejaba correr las cintas. Me acostaba en mi cama y pensaba; o jugaba con uno de mis últimos juguetes, con cierta vergüenza; a veces, cuando estaba contento, saltaba. Aprendí de memoria todos mis casetes: todos ellos me deprimían de algún modo (excepto por Bon Jovi). Mi cuarto tenía un ventanal enorme que daba a un balcón que jamás se abría; era demasiado peligroso. Algunas tardes, fantaseaba con la idea de aprender a hacer música: tocar tan fuerte y tan bien, que un día un alguien-importante me escucharía desde la calle y…

3. Las Gatitas de Porcel. Tenía un televisor pequeñísimo, pero con cable. Por las noches bajaba el volumen y me sumergía en el mundo de porn deslactosado light argentino. Lo cierto es que pasé dos años en ese cuarto antes de descubrir la masturbación; sin embargo, había algo en ese programa que me desataba pensamientos que luego cuajaban en el video de Marta Sánchez y se traducían en sueños impíos: temía por mi alma, sucia, que a veces fantaseaba con dormir junto a una mujer. Temía el sólo pensar en la penetración, y prefería creer que, de hecho, uno podía tener hijos con sólo abrazar a la pareja. Todo se desvanecía cuando soñaba con una imagen de algún cliché eclesiástico regañándome. Y a la noche siguiente volvía a Porcel y sus gatitas y Marta.

4. Conocí Telehit. Whatever that means.

5. No tenía la menor idea de cómo hacer música, pero moría de ganas. Escribía letras (casi siempre retacadas de un sentido de responsabilidad social que ahora me da asco); para saber cómo iban, dibujaba sobre las letras una “línea melódica”, que era una onda de volumen, o algo así. Cuando cumplí once años, mi prima consiguió una guitarra que se rompió de inmediato. Yo se la pedí prestada. Para cuando aprendí a tocar algo, era una desgracia: prácticamente un tablón con un agujero y cuerdas. Aún así podía tocar acordes en una tabla que había pegado con cinta canela a otra tabla (que no era de la misma guitarra). Y así toqué en mi primera banda, a los trece.

6. Empecé a escribir también. Cada vez que escribía, lloraba; lo que escribía iba directo a un portafolio que sistemáticamente perdí, no sé cuándo. Desde entonces, hasta hoy, no lloro en absoluto.

Y ahí mi oscurantismo, del cual no volveré a hablar nunca. There, mother: peace.

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