18.5.08

secreto 8: still


El día que mi padre se fue de casa no fue una mañana demasiado distinta, salvo porque mi madre lloraba a borbotones y porque, de pronto, se empeñaba en decirnos a mis hermanos y a mí que mi padre trabajaría desde temprano y hasta tarde, cosa que siempre había sido y que nunca nadie se había preocupado por explicar. Algunos días después, mi padre me confrontó en la mesa de la cocina, que era de cristal. Me describió con detalle los procesos de los padres separados, así como los trámites más burocráticos, incluido el del amor incondicional que no se va con él en la maleta, aunque siempre lo lleve consigo. Cosas así. En adelante, mi padre se convirtió en ocasionales llamadas telefónicas, visitas de fines de semana y, muy a su pesar, y no porque él lo haya querido, en una cuenta bancaria que siempre nos solucionaba problemas. Yo aprendí a verlo como un mecanismo de control y como una efeméride: cuando mi padre venía, el tiempo se detenía sólo para él. La cercanía siempre fue artificial, ilógica, surreal: siempre dijo saber cosas de nosotros que ni nosotros mismos sabíamos. Y, por alguna razón, siempre preferimos atribuírle a sus palabras la categoría de "profecía" antes que la de ficción. No era del todo ilógico: mi padre, al poner tierra de por medio, se convirtió en un padre dos veces: el que hablaba por teléfono y el que aparecía un buen día, de la nada. Era fantasmagórico, y, por ello, merecedor de actos de fe y de ciertos sacrificios.

En más de 25 años, no ha habido un día en el que no lo extrañe de algún modo. No es que hayamos convivido mucho; en realidad, mis memorias se ciñen más bien a la imagen del Ing. Díaz enojado, estresado o ausente. Estoy seguro de que lo que extraño de él más es la amistad que hemos cultivado, con cierta dificultad, a lo largo de los últimos diez años, casi todo el tiempo vía correo electrónico. Como en los viejos tiempos, cuando los amigos y los intelectuales y los que sabían que podían pasar a la historia se escribían. Porque escribirse conservaba para ellos cierta dignidad que mi padre y yo nos queremos regalar una vez cada tanto. Un asunto genético, casi kármico, diría yo.

A pesar de ello, de que somos amigos acaso de un modo epistolar, si se me permite el término (es decir: aparecemos en el buzón una vez cada tanto), recuerdo con exactitud lo que sentí esa tarde en Oaxaca, sobre los hombros de mi padre. Todavía recuerdo lo que era sentir eso, y aún siento lo mismo cuando en mi bandeja de correo aparece un mensaje con su remitente.

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