4.10.11

Godzilla y el insomnio

Éste es el texto íntegro que leí en la ponencia "Las nuevas vidas de la literatura: nuevos medios y redes sociales" (4 de octubre, 2011), que formó parte de la Semana de Letras de la Universidad Iberoamericana. 
Hace no muchos días (y comienzo con esta frase de modo exacto: dentro de poco, cualquier día parecerá mucho tiempo), hace no muchos días me enteré, tarde, del nuevo desastre que, dicen, se está gestando en Japón. Antes de detallar dicha hecatombe (porque a ojos de muchos es una hecatombe, quizá la mayor de todas), detengámonos un poco a pensar en Japón; en su mar picado de tsunamis; en sus islas habitadas de sismos; en los edificios de ciencia ficción que sirven de tramoya a hombrecitos iracundos de ojos rasgados. Pensemos en Godzilla, en Caballeros del Zodiaco y robots emitiendo misiles por extremidades imposibles. Bien: ahora pensemos que no hay película serie B nipona capaz de describir el caos que se avecina. Exagero; por supuesto que exagero, porque eso es lo que hace la gente que escribe. Pero quédense con la imagen de la destrucción, quédense con Hiroshima, y escuchen por fin de qué me enteré hace no muchos días.
En 2007 (ya les decía yo que me enteré tarde) el mercado editorial japonés celebró el que probablemente ha sido su mejor año en ventas desde que se inventó el hentai. La gente se agolpó en librerías de Tokio buscando la misma cosa, siempre la misma cosa. Por aquel año, en México probablemente estábamos esperando el quién-sabe-cuántos libro de Harry Potter o una reedición de cuentos de Cortázar; allá, del otro lado del mundo, los clientes de las librerías iban buscando siempre dos palabras muy específicas: keitai shousetsu. Esas dos palabras, que bien podrían ser la evolución de un pokemón en metanfetaminas, se han convertido en todo un movimiento y en un terror para nuestro mundo de letras: con esas dos palabras se designa a las novelas que se están escribiendo por entregas vía twitter. Capítulos de 140 caracteres, en los que cada entrega conserva la tensión y eleva la trama. Yo no sé nada de japonés, pero me gusta pensar que su alfabeto y la tradición del haikú en algo ayudarán a estos escritores que son capaces de embutir o detonar un universo (o sea: de escribir una novela) en capítulos de este tamaño. Y no nos equivoquemos: este fenómeno ya está mucho más allá del experimento. Maho i-Land, que es el sitio web más grande de keitai shousetsu, tiene en su catálogo más de un millón de novelas tweet y más de 3.5 millones de ventas. En 2007, cinco de las 10 novelas más vendidas en Japón fueron una keitai shousetsu. En un mundo editorial que lucha contra libros electrónicos y sociedades apantalladas por pantallas, la novela tweet tiene de experimental lo que Godzilla tiene de divertido para los japonesitos que escapan corriendo para salvar sus vidas.
De todo esto me enteré en una columna que leí (en internet, claro está) en Salon.com: el columnista, con el científicoficticio nombre de Buzz Poole, se escandaliza como señora nipona, no sólo por el keitai shousetsu, sino por otros ejemplos que narra con absoluto dramatismo. Por ejemplo: al parecer, en la Universidad de Boston van ya varias generaciones de estudiantes de escritura creativa que escriben, saben escribir, pueden escribir… pero no quieren leer. La columna tiene por sesudísimo nombre “Writers who don’t read” o “Escritores que no leen”, y es una reflexión larga y más bien derrotista acerca de las nuevas generaciones, los nuevos medios y los nuevos soportes de la literatura. El texto se empeña en decir que la imaginación de crear no puede existir sin la imaginación de leer; que escribir es un acto solitario, jamás social; que si las nuevas generaciones siguen pseudo escribiendo y pseudo leyendo de este modo, el mundo se va a ir al traste, y luego Godzilla y el tsunami y el caos por todos ya sabido.
Leer el texto de Buzz Poole me recordó a la cara de mi madre cuando le dije que yo lo que quería hacer de mi vida era escribir. Esa tarde, hace no tantos años, mi madre me miró un poco triste, como sin entender, exactamente como si le estuviera leyendo una keitai shousetsu. Para ella, que siempre esperó que yo fuera ingeniero, la idea de volverme escritor parecía de otro mundo. Algunos años después se tranquilizó cuando mi tío le dijo que hay escritores bastante reconocidos y otros hasta abstemios. Pero luego llegó el escándalo mayúsculo: justo cuando se había hecho a la idea de verme posando en la foto de una solapa de un libro, me quedé calvo y comencé a trabajar escribiendo en una página web; mi trabajo literario empecé a subirlo a un blog. Todo esto sucedió casi al mismo tiempo, de tal manera que mi madre, pobrecita, tuvo la única tranquilidad de que mi calvicie no arruinaría ninguna edición impresa. Pero todo lo demás fue terror: “Pero cómo: ¿te pagan por estar en la computadora todo el día?”, preguntaba; “¿O sea que hay gente que de verdad te está leyendo?”, se angustiaba; “Ay, hijo: no puedo creer que eso que haces sea escribir de verdad. ¿Para eso fuiste a la universidad?”. Ahora que lo veo con algunos años de distancia, creo que mi madre, que por haber nacido en Durango tiene algo así como un don para la clarividencia, se anticipó a hacerse las mismas preguntas que todos los editores y muchos de los escritores viejos se están haciendo justo ahora; las mismas que el mundo aterrorizado se hace frente a los keitai shousetsu y a los escritores que no quieren leer: ¿esto de escribir novelas en un blog o cuentos de 140 caracteres es literatura de verdad? ¿Es válido citar como fuente o (peor) hallar inspiración en las redes sociales? ¿Qué van a hacer ahora las editoriales si los escritores están encargándose de buena parte de la creación, tallereo y difusión de su obra a través del indómito territorio de la triple-doble-u? ¿Qué vamos a hacer ahora que la literatura está rebelándose contra la frontera del papel?
En general debo decir que, además de mi madre, hay dos tipos de personas aterradas ante todo esto. La primera clase: los editores; o, mejor, las editoriales. Para nadie es secreto que la venta de libros hace tiempo que ya no es tan buen negocio. Pero tampoco es secreto para nadie que la editorial es una industria más bien paranoica: la profecía de su desaparición compite en estridentismo sólo con la profecía del fin del mundo, y ya hemos temido su muerte muchas veces: por culpa del cine; por culpa de la televisión; por culpa de los videojuegos, y, ahora le achacamos este apocalipsis anunciado a la llegada de las redes sociales. No es el tema de esta ponencia, pero creo que vale la pena aclarar que si dejáramos la discusión de la literatura en medios digitales en el nivel del mercadeo de libros, estaríamos perdiéndonos de un panorama más rico y más divertido. Quedémonos con que, si la industria editorial desaparece algún día, será por sus propios medios; será, en todo caso, porque ha sido incapaz de responder a la necesidad no de un mercado, sino de un lector.
La segunda clase de aterrados frente a la escritura en redes sociales son los escritores viejos. El adjetivo nada tiene que ver con la edad, sino con una manera de ver la literatura. Son escritores que aprendieron que para ser alguien en las letras uno debe estudiar literatura y luego, a través de maestros y escritores más viejos, internarse en esa mínima mafia que se llama Gremio de los Escritores. Los escritores viejos aprendieron sistemáticamente lo que está bien escribir; aprendieron de memoria la lista de géneros admisibles y la de géneros despreciables. Aprendieron que con un buen puesto en la Academia y un editor hábil que ponga el libro en librerías, uno puede volverse escritor de cierto reconocimiento. Incluso talentoso. A los escritores viejos la tecnología les parece un mundo de fantasía porque, hasta hace menos de diez años, el que escribía y el que estaba pegado en la computadora solían ser dos personas distintas. Les cuesta trabajo entender que la mística que rodea al escritor (y me refiero a la pluma fuente con tintero, a las noches a la luz de las velas, a los poetas malditos, el sufrimiento sistematizado y la incomprensión eterna y la soledad que suelen fungir de demiurgos de las musas), que todo eso que se supone debía ser un escritor ha dejado de ser una aspiración para convertirse en una mitología. A los escritores viejos, acostumbrados a un mundo con fronteras trazadas, les cuesta trabajo entender que hay un mundo en el que también se dan otro tipo de escritores.
Hablemos pues del mundo que ha dado esa otra clase de escritores (a los que a veces me siento tentado a llamar “escritores 2.0”, pero luego me arrepiento: eso implica limitar a toda una generación capaz de hacer cosas que nada tienen que ver con números). La formación de esta otra clase de escritores, paradójicamente, tiene poco qué ver con las redes sociales: se trata de una cuestión de demografía. Antes, un escritor tenía acceso sólo a cierto número de libros, casi siempre escritos en su propio país. La razón es simple y obtusa economía: antes era más difícil traer libros de lejos; llegaban pocos y estaban de algún modo destinados a pertenecer a una esfera enterada de la literatura. Había menos información y ésta era más lenta; incluso las bibliotecas más grandes del mundo tenían menos libros de los que hoy uno puede encontrar en una sola búsqueda de google. Además, el ejercicio de la literatura, que implica desde siempre y hasta siempre reinterpretar el mundo y salvarnos de él, pertenecía a la mera lectura; el cine seguía siendo un derivado malformado, la televisión no existía. La literatura se veía el ombligo todo el tiempo, y tenía, además, un carácter sintético, irónicamente, como el de la comida de los astronautas: en el mínimo territorio de una República de las Letras que tenía pocos habitantes ilustres, el reto era abarcarlo todo, a lo largo de un tiempo indefinido. Buscar una gran obra, un gran soylent green.
Hoy es distinto: vivimos en el tiempo de las decisiones. Uno lo decide todo, desde el momento exacto del nacimiento de un hijo, hasta el sabor exacto del jugo de la mañana, y hemos descubierto que las posibilidades de combinar la naranja con cualquier otro sabor son infinitas hasta la angustia. Macroeconomía: si un producto de cualquier lugar del mundo puede venderse en México, tengan por seguro que un embarque de una tonelada puede llegar al Aeropuerto Internacional Benito Juárez en menos de un día. Tenemos el acceso a todo, o la ilusión del acceso a todo, en las compras igual que en las letras: nuestra tradición literaria nada tiene qué ver ya con las fronteras, ni siquiera con el soporte: los escritores mexicanos hoy estamos tan influenciados por Rulfo como podemos estarlo por Vonnegut o Chaucer o Hitchcock o Shigeru Miyamoto o JJ Abrahams. Somos la generación de lo múltiple, pero también de lo efímero y de lo urgente: del periodismo minuto a minuto, con reportes desde Kuala Lumpur; de la publicidad que nos recuerda que uno debe empezar a ahorrar para el retiro antes de cumplir los 25 años. Somos la generación responsable de producir para el futuro y de entender al mismo tiempo el funcionamiento frágil del planeta. Estamos plagados de espacio y sedientos de tiempo. Suplicamos a los dioses de la escritura creativa y del asiento ergonómico y la basura separada y el ascenso laboral para que nos quiten la cruz de la prisa. Somos la generación del insomnio: sólo durante las noches, cuando hemos terminado de ver la temporada 3 de Mad Men en DVD y hemos terminado de contestar llamadas de auxilio de un cliente y hemos por fin terminado nuestra cena de microondas, sólo después de dejar que la vida pase, tenemos el tiempo de preguntarnos qué carajos sucede con nuestras vidas y si existe algo tal como la trascendencia.
Todo esto para decir una frase de mi abuelo: “En mis tiempos, la gente tenía tiempo para saludarse”.
Nada de lo que acabo de decir es nuevo; llevamos, calculo, al menos 50 años acelerando el mundo. Sin embargo, la llegada de nuevos medios y soportes hace que todo parezca de pronto más evidente. A los escritores viejos, a los editores y a los lectores de muchos años, les parece digno de zoológico que estas nuevas generaciones estemos escribiendo en redes sociales, y que estemos produciendo keitai shousetsu y que no queramos leer libros. Pero hasta cierto punto lo que está sucediendo era predecible, y es en realidad la expresión formal de una cuestión de fondo. Los que escribimos en internet no lo hacemos porque eso sea un statement, sino por razones absolutamente primarias. Hablaré de lo que me pasó a mí y que, creo, es el caso de varios: en 2008, con apenas 26 años, yo ya era un escritor frustrado. Tenía que trabajar todo el día para mantenerme y creía (ahora sé que no es cierto) que sin todo el tiempo dedicado a escribir, lograr algo de calidad sería imposible. Comenzaba a temer que nunca sería publicado; que llegaría a los míticos 30 años sin una sola página impresa en mi haber, aunque había escrito una novela en un blog (de cuyo url no quiero acordarme), había posteado probablemente cientos de cuentos y había tocado la puerta de todas las becas. Pero quería escribir y tampoco tenía nada qué perder: así que empecé un blog de microficciones que me permitía publicar por entregas, a mi tiempo. El concepto del blog, en un principio, era muy sencillo: cuentos de exactamente 666 caracteres cada uno, en parte por una manía de corte numerológico, en parte porque para entonces yo ya llevaba varios años trabajando en revistas web y había aprendido que es cierto eso de que la gente casi no lee. Lo que buscaba ante todo era que el lector no tuviera que scrollear hacia abajo para leer un cuento completo, y 666 caracteres cabían siembre completos en una sola pantalla. La longitud corta de los cuentos hace parecer fácil su escritura, pero no: hubo muchas veces que parecía que resumir un cuento a 666 caracteres sería imposible; hubo otras que la calibración no era exacta, hubo cuentos que, así de cortitos, con sus inocentes ocho líneas, me tomaron semanas de edición y reescritura. Al final, ese proyecto de 66 cuentos de 666 caracteres cada uno (exactamente 43,956 caracteres: unas 15 páginas escritas en Times New Roman de 12 puntos) me tomó casi dos años de escritura, revisión, desecho, reescritura, de trabajar exclusivamente de noche. En cualquier trabajo me hubieran corrido por tardarme tanto o por no dedicarle todas las horas de mi día; cualquier beca me hubiera sido retirada de inmediato. Para mí, escribir de este modo no implicó ningún glamour, no fue una postura crítica, sino que respondió a la necesidad de escribir para ser leído, cosa que finalmente todo escritor quiere.
Me parece importante enfatizar esto: escribir en nuevos medios, invadir blogs y cuentas de twitter, no tiene ningún glamour, aunque hoy parezca que sí. Hoy, que ya se hacen ponencias para hablar de esto, parece que es un statement, pero no lo es: reitero que quienes hemos empezado así nuestra carrera literaria lo hemos hecho más por necesidad que por otra cosa, y no somos sólo twitteratos o sólo blogueratos. Nos consideramos, todos escritores reales, no virtuales. Dudo que quienes escriben keitai shousetsu hayan empezado a hacerlo porque se consideraran escritores de twitter: lo hicieron (y no hablo japonés, pero puedo firmarlo) porque twitter fue el medio donde encontraron campo fértil para escribir lo que querían. Y muchos de los que estamos en esto empezamos a romper la barrera que nos impusimos por necesidad; muchos ya están saliendo a la mítica publicación de su libro, algunos estamos hablando en público (sin tener un solo libro en papel firmado enteramente por nosotros), pero, curiosamente, no muchos estamos haciéndolo por las razones correctas.
Hace algunas líneas decía yo que somos la generación de lo efímero y de lo múltiple; por lo mismo, somos la generación del escándalo. Quienes escribimos desde acá lo sabemos bien. Nos enfrentamos con un mercado literario cuyos edificios están desde hace mucho al acecho de Godzilla, y nosotros habitamos de algún modo en los servidores alojados en esos edificios que siempre parecen derrumbarse. Quienes escribimos en internet, además, padecemos de lo mismo que todas las páginas web padecen, sean éstas de ventas por catálogo o de videos chuscos: competimos contra blogs de sociales y sextuiteras por un sitio en la supervía de la información. Supervía: la cosa se mueve rápido, y uno debe tener el auto afinado y listo —o tener la capacidad de correr con pies desnudos a 120 km/h—; aunque los escritores seamos animales que se sientan a pastar por muchas horas —aunque eso creamos de nosotros mismos. Quizá por ello la tendencia entre los escritores que comienzan en internet sea una suerte de literatura del impacto: embarcarse en novelas de entregas por tweet, editadas democráticamente por followers en tiempo real; apelar a recursos bajísimos (como escribir cuentos de exactamente 666 caracteres cada uno) para lograr la atención del lector potencial. Si algo puede decirse de los escritores que empezamos en internet es que todos, absolutamente todos, privilegiamos la forma de un modo particular, entendiendo que nuestra competencia no es sólo el otro escritor, sino también cualquiera de las millones de paginas web en este planeta antojado de sushi.
Y en esa etapa es donde me parece que la reflexión es todavía lenta: con la llegada de los nuevos medios para la literatura, hemos privilegiado en la reflexión a la forma (estrambótica, escandalosa); nos preguntamos si el formato impreso desaparecerá y si es posible escribir todo un libro de cuentos de 140 caracteres. Pero todavía no llegamos del todo a preguntarnos qué fondos aparecerán con todo esto. Hemos llegado, en todo caso, a un punto medio: hemos definido géneros acorde al escándalo de la literatura en redes. La poesía aquí ha sido renombrada como poetuits; la narrativa se resume en microficción, y la novela vuelve a la novela por entregas velocísimas (entre paréntesis: hasta donde sé, nadie se ha aventurado a experimentar con el ensayo en estos nuevos medios; ¿qué dice de esta generación que su soporte de moda no esté buscando la reflexión honda a la que sólo puede accederse mediante el ensayo?). Las redes sociales y estos nuevos soportes han afianzado en la literatura mexicana lo que los noventa afianzaron en la música: la generitis. Si ya no basta tener una banda de punk, sino que cada vez más sabemos de bandas de electro punk-synth-pop, también cada vez más nos enfrentaremos con escritores que trabajen la nanoficción especulativa narco-gótica con tintes borgeanos.
El escándalo de las formas nos permite a los escritores fantasear con algo que un escritor jamás tendrá (al menos no así): alejarnos del sedentarismo mítico de escritor, volvernos estrellas de rock. Algunos ya gozan, o padecen, de su rockstarismo; algunos lo procuran quizá con demasiada ansiedad, llegando a la dudosa cumbre de democratizar su obra, de nuevo atendiendo a un glamour innecesario. Un ejemplo: en la FIL de hace dos años, una joven promesa de la literatura presentó un libro que fue escrito en facebook: él escribía capítulos que subía a la red social; los fans del proyecto votaban los capítulos: los modificaban, los iban llevando por donde querían. Al final, el libro se publicó. Uno hubiese esperado que fuera en éxito de ventas, pero no. El escritor, cuyo nombre ni siquiera recuerdo (cuyo nombre no aparece en toda la brillante galaxia de google), se extinguió rápido. Su democrática creación definitivamente no apareció ni en la lista de bestsellers del año ni en la de favoritos de la crítica de un solo periódico. Su libro fue un divertido juego de facebook, como Farmville. Nada más.
Yo no culpo a esta joven promesa disoluta porque sé que si hay una sola cosa que las redes sociales ofrecen, como canto de sirena, es la popularidad. En el vasto mundo de internet, no hay nada más fácil que sentirse popular a la primera, porque todo es muy directo; uno sabe exactamente cuántos followers tiene en twitter, uno puede saber exactamente cuánta gente leyó un cuento, y si ese número rebasa alguna barrera que uno mismo se impuso, hace falta mucha humildad para no sentirse la mismísima reencarnación de Shakespeare. Por eso, por el nítido acceso a la información que internet nos brinda, no dudo que también seamos la generación de las demasiadas letras.
Una de las grandes promesas de internet es la que años antes profetizara Andy Warhol (quien no necesitó nacer en Durango para tener el don de la clarividencia): los 15 minutos de fama. Cualquiera que tuitée puede ser famoso; cualquiera puede volverse un gurú de moda o de fitness, cualquiera puede ser sexólogo o escritor. Y como somos una generación que necesita permanencia al menos en el ego, nos gusta creer en espejismos también. Son muchos, muchísimos, los que piensan que no hay nada más fácil que escribir microficciones o poesía. Incluso hay tuiteros que, escribiendo frases cercanas a la autoayuda, han publicado libros que son bestsellers en Gandhi. Muchos que creen que el Dinosaurio de Monterroso o el “In a station of the metro” de Pound se escribieron en un ataque de cleverness tuitero. Estos espejismos nos hacen olvidar que detrás de toda gran creación hay una disciplina férrea y un trabajo a prueba de balas. La otra cosa que es muy fácil olvidar en redes sociales: los lectores en internet son, muchas veces, más que un número. Hay lectores distraídos, cierto, pero también hay lectores que, más o menos por el mismo efecto del fácil acceso, se creen (y a veces son) lectores perfectos. Y esos lectores te están mirando con una pistola en la mano mientras tuiteas, esperando un error, cualquiera de ellos, para darte unfollow o para cambiar de sitio web.
Seremos recordados como la generación de las muchas letras, y quizá para mal. No está de más preguntarse qué sería de Monterroso o de Pound si su trabajo hubiese dependido de tuitear cada tanto para no perder followers. Hoy parece que escribir es más fácil que nunca, pero también se requiere de la misma disciplina de siempre, quizá hasta más. Se requiere sobresalir de algún modo para ser el japonés que Godzilla no alcanza: el héroe de la película. Se requiere ya no sólo un trabajo de perfección literaria, sino de un arduo trabajo de relaciones públicas —que al escritor, tímido por naturaleza, le había sido vetado desde siempre.
Seremos recordados como la generación de las muchas letras, pero, según yo, también como la generación del insomnio. Repito ambas cosas porque me parece que en su combinación está el final de esta película que a muchos les parece de terror: el reto que se nos impone desde las redes sociales es hacer lo mismo que hacen los escritores desde siempre: escribir. Escribir mucho, escribir cada vez mejor; aprovechar los insomnios para generar mejores letras cada vez, entender a un lector. Al principio de este texto hablé de nuestro amigo Buzz Poole y de cómo le aterra que en Boston los aspirantes a escritores no quieran leer. A mí me parece que la visión de Poole es corta: quizá los estudiantes están ocupados viendo una película mucho mejor que muchos libros; quizá están escribiendo al respecto, adquiriendo material en el mundo real (mundo que Godzilla, me informan, todavía no invade). No se me malinterprete: yo atesoro los libros, pero creo que el mito alrededor de la literatura y del escritor nos había hecho olvidar que el trabajo del escritor es escribir. Y es quizá la recuperación de esa tarea la que nos cae desde el olimpo de las redes sociales. Es decir, si logramos olvidarnos de las manías por la popularidad, del escándalo de la forma, y tratamos de utilizar estos espacios como trampolín de una escritura nueva, cuyo único género posible será no la microficción y el poetuit, sino la experimentación y la reflexión. Dentro de no muchos años (aunque nuestro sentido de urgencia no nos permita pensar en cosa tal como muchos años), quizá sea sólo esa tarea la que no nos haga parecer una generación que se perdió hipnotizada por la luz que emitía el monitor.

27.6.11

Tere

(Escribí este texto en dos momentos: inmediatamente después de enterarme de que mi abuela había muerto, y un par de horas después de ver la urna con sus cenizas. Sirva de homenaje.)

Lourdes, Tere, Luis y Alfonso, metidos en ámbar.


Murió mi abuela Tere. Murió mi abuela Tere. Murió mi abuela Tere. Lo escribo tres veces (y podría escribirlo veinte, infinitas veces más) y aun así no puedo creerlo. Mi abuela Tere murió. Será que las emociones son de efecto retardado, y el cuerpo tarda siempre para asimilarlo todo, desde la oscuridad más inofensiva hasta la más vasta de las ausencias. Será que el cielo se nubló igual que ayer, y mis vecinos brasileños bajan por el edificio hablando el mismo portugués de siempre, y un hombre martilla un muro cercano. Todo pasa mientras el alma de mi abuela llena trámites burocráticos para entrar a alguna dimensión que nos es ajena, o es recibida en una fiesta, o se prepara para reencarnar en otro. Justo ahora, el mundo corre como si no hubiera otro mundo, quién sabe dónde, en el que nuestro habitual desdén tampoco importa.
Mi abuela Tere murió. Ante todo me cuesta trabajo creerlo por las circunstancias de su vida: casi noventa y dos años; hay pocos países, ya no digamos seres humanos, capaces de soportar una guerra tan larga. Los primeros veintitantos los pasó joven, en la capital de un estado que es, todo él, un pueblo de viejos. Trabajó en un banco en un tiempo en el que las mujeres no trabajaban en bancos. Se casó con un hombre bueno, pero con el carácter de una coz. Vivió en un cuartito redondo, mínimo, con cinco hijos y la inseguridad del que es relativamente pobre. Trabajó más, mucho más. Tomó tequila a veces, en un departamento en la colonia del Valle, sobre una mesa de madera oscura cubierta por un vidrio que siempre se las arreglaba para encerrar agua. Fue la segunda madre de sus dieciséis nietos; nos vio recubiertos de tierra, sudados tras correr toda la tarde en la plaza frente a su edificio; nos reprendió cuando hacíamos las cosas desesperantes que los niños hacen; nos preparó la comida mil veces. No alcanzó a conocer en enteras facultades a ninguno de los cuatro bisnietos que llegaron antes que el resto a esta estación que se llama Vida, en la cual Tere también estaba, pero del otro lado, a punto de salir, dormida en la sala de espera.
Murió mi abuela Tere. Pasó los últimos diez años deshaciéndose de las cosas que le pidió un tal señor Alzheimer para meterlas a una licuadora. Poco a poco Tere fue otorgando los nombres, los lugares, las historias. La despensa de la memoria de mi abuela, que recuerdo siempre perfectamente ordenada, se volvió un menjurje amorfo diluido en agua. “Señora Tere –habrá dicho Alzheimer –, permítame los registros que tiene de los últimos tres meses para irlos licuando”. Me pregunto si existe, en el hipotético registro de este ultraje, el momento exacto en el que Tere soltó sobre las manos de Alzheimer un recuerdo que yo aún recuerdo tan bien: yo tenía tres años y varicela; estaba asomado en la ventana, junto a mi abuelo; la luz de la tarde caía exacta como bisturí. Mi abuela apareció al fondo de la plaza y caminó hacia la ventana: la saludé eufórico, me saludó de vuelta, con sus cachetes hendidos por la sonrisa de labios rojos; segundos después apareció en la puerta y me dio un chocolate Tin Larín. Me pregunto cómo se habrá visto en su memoria ese Tin Larín antes de desaparecer por completo, en qué se habrá convertido mi rostro, nuestros rostros, antes de volverse parte de una mancha difusa. Me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que todos desaparezcamos del mundo igual que lo hicimos de su despensa.
Mi abuela Tere murió. Los últimos pocos años reaccionaba apenas a impulsos básicos: comía galletas, se le quedaba viendo a la luz que emitía la tele, sonreía a veces (luego ya no sonreía nunca: no podía). Paso de ser una mujer a convertirse en un reto de su propia memoria, y luego en unos ojos que miraban sin entender. Para nosotros fue extraño perder a la mujer lúcida, fuerte, que sostuvo a toda una familia durante tantos años. Pero para ella debe haber sido devastador: un día su vida era normal; su territorio, conocido. Al día siguiente, su casa se llenó de extraños: ¿quién es ese niño? ¿es mi nieto? ¿mío? Ah, sí… ¿y ese otro? ¿mi nieto? Por favor: yo no tengo nietos. ¿Y tú quién eres? A lo mejor quienes hemos estado mal todo el tiempo somos nosotros: no fue ella quien perdió la memoria; fuimos nosotros quienes nos diluimos, los que desaparecimos. Quizá en el mundo real, uno que sólo ella conocía, nosotros, que nos creemos tan lúcidos, somos unos fantasmas que no se han dado cuenta de nada. Quizá el mundo real pasa en otro lado, donde nosotros, los que vamos a trabajar y hablamos con nuestras madres para ver cómo van sobrellevando la pérdida, ya no existimos. Donde los que murieron fuimos nosotros –o una parte de nosotros – y no ella. Donde nosotros estamos condenados a vagar, como almas en pena, en un mundo que no es real.
Murió mi abuela Tere. Como pasa en muchas familias, ella fue el núcleo de todo durante, al menos, los años que recuerdo de mi infancia y primera adolescencia: navidades, primeras comuniones, cumpleaños, todo. “Como decía tu abuelita” es una frase a la que todos los nietos de Tere estamos acostumbrados. Sus virtudes, sus mundos, fueron las probetas donde nosotros fuimos creados. Creo (¿Quién soy yo para hablar de creencias? Yo, igual que tú, soy un fantasma, y los fantasmas no tienen derecho a hablar de lo que creen) o quiero creer que la única manera de sobrellevar la muerte es con la esperanza de pasar al otro lado como ejemplo de virtud, o de justicia, o de libertad, o de amor, o de alguna de esas cosas que antes de morir parecen tan irreales. Mi abuela murió, al parecer, tranquila: después de diez años de agonía pero, en el momento último, sedada; su estómago dejó de funcionar y se llevó, muy lentamente, al resto de sus funciones corporales –diría TS Eliot que su vida se fue not with a bang, but a whimper. Yo diría que la abuela Tere se fue de un modo que ya conocía: como cuando, hace muchos años, viajábamos todos a Cuernavaca de noche, y en cierto punto las luces de la carretera iban cediendo a la neblina y al espanto, y todo se volvía gris, y de pronto la niebla desaparecía y por fin alberca y jardín. Desconozco si, en la espesa niebla que se volvió la vida de mi abuela Tere en los últimos años, ella logró ver que su ejemplo es, para los que quedamos, una suerte de Cuernavaca espiritual. Desconozco si ella, desde donde esté, pudo ver a sus hijos repitiéndole lo buena madre que fue; si pudo ver a sus nietos con cara de incredulidad frente a su féretro; frente al cuerpo inmóvil de la mujer que algunos empezábamos a considerar inmortal –la mujer que, de algún modo, es inmortal. Al menos para unos pocos, para dieciséis nietos, y cinco hijos, y cuatro bisnietos más los que vengan, Tere sí fue un ejemplo de amor, de fuerza (que también se llama terquedad), de disciplina, de justicia, y otra vez de amor. Espero que esto nos quede claro a todos: si lo que mi abuela fue, si lo que ella representa también se volvió cenizas, este mundo (y sus asesinos y sus injusticias y sus hambres y su aparente sinsentido) no tiene salvación.
Mi abuela Tere murió y este mundo es idéntico a sí mismo ayer. Las noticias llegan, la gente recuerda a Michael Jackson y los políticos hacen campaña. Esa me parece la mejor muestra de que, efectivamente, los fantasmas somos nosotros: me admito incapaz de entender un mundo que no se detiene y colapsa con la muerte de una mujer como mi abuela. Aunque quizá este texto es la muestra de que el mundo sí está colapsando, al menos para mí, al menos para nosotros; la muestra de que vivimos en la neblina y es Tere, desde ese otro mundo en el que ahora se toma un tequila o se come una galleta, quien evita que todo se ponga peor. Quizá este texto es sólo la manera única que tengo para empezar a entender lo que, por más que me repito, no logro asimilar: murió mi abuela Tere. Murió mi abuela Tere. Murió mi abuela Tere.
O quizá no tanto.