29.7.12

La conquista de los asombros



Este es el texto íntegro que leí en el Primer Encuentro Nacional de Escritores de Reynosa, Tamaulipas, el 26 de julio de 2012. 
No existe amor a la lectura que no le deba nada a la envidia. Al menos hablo por mí: no hay que ser ningún genio para comprender que lo que leemos antes ha sido escrito por alguien. Cada vez que me recuerdo de seis años leyendo por vez primera las aventuras de Huckleberry Finn, mi experiencia de lectura rejuvenece y vuelvo a notar eso que nos hace entender que la lectura es una suerte de magia: lo que leemos ya fue escrito, y aún así es tan actual como el suspiro que provoca la captura de un asesino o la muerte de un héroe o el desarrollo de un amor imposible. No existe amor a la lectura que no le deba nada a la envidia: sólo nos atrapan los libros cuyas historias y cuyos efectos no fuimos capaces de imaginar por nosotros mismos.
Hoy nos parece una obviedad, pero si tratamos de olvidar dos o tres cosas, podemos darnos cuenta de lo que eso implica: un Dickens, sin post its ni internet, tratando de trazar personajes, interacciones, tensiones que dejaran al lector del folletín listo para morderse las uñas a la espera de la siguiente entrega, al lector del futuro también intrigado; un Verne barbón, intentando explicarse a sí mismo cómo sería hacer esos viajes que nunca había podido hacer, esos tiempos que a todos los demás les sonaban a locura; un Dumas y un Dostoievski que, sin saberlo, estaban inventando algo. Me gusta pensar (porque a uno le gusta abonar la envidia) que todos ellos sabían que lo que estaban haciendo cambiaría la novela para siempre, y que llegaría hasta el futuro.
Lo más probable es que yo esté muy equivocado. Ni siquiera creo que los primigenios Cervantes y Defoe se hayan parado de la cama un día pensando: “¡Caray, esto sí que va a revolucionar el mercado literario del mundo!”. No puedo asegurarlo (no soy historiador), pero sí puedo imaginar que, cuando más, los novelistas de los siglos XVI y XVII eran parte de una racha de época. Habían pasado menos de doscientos años desde el descubrimiento de América, el cisma de la iglesia, la invención occidental de la imprenta: el mundo, como una copa o un iPod contra el suelo, se había roto y desperdigado. Había pedazos que barrer, canciones que recuperar, había que encontrar explicaciones para los dueños de la copa o para los encargados de hacer buena la garantía.
Me permito imaginar que el proceso creativo de esos primeros novelistas fue análogo al de asimilación de un mundo nuevo, cuestión suficientemente vertiginosa para además abonarle el futuro. Vivían un doble proceso que en América entendemos bien, aun ahora: los conquistadores llegaron con la idea de civilizar un mundo salvaje, a imponer sus catedrales y sus vestidos; pero también llegaron con la esperanza de hallar sorpresas no menos salvajes. De tal suerte que mientras Hernán Cortés establecía la Nueva España, Ponce de León buscaba entre selvas espesas la fuente de la eterna juventud, el primitivo sueño de la inmortalidad; en Perú les aterraban los dioses vengadores, pero les maravillaba que esos dioses pudieran esconder entre sus terrores la mítica e imposible ciudad de El Dorado. Quizá no es casual que ese doble mecanismo de la conquista se haya traducido en el doble papel de las primeras novelas: recuperar de algún modo las épicas de los antiguos mientras se creaba otra cosa que para los enterados era sólo un divertimento de folletín y que apenas hoy entendemos como un Género, con mayúscula. Si se me permite el pensamiento libertino, quizá también la novela por entrega respondía a un modo de colonizar, con mecanismo doble, las imaginaciones: escondidas en la verdad que empezaba a adoptar como lenguaje al periodismo, las ficciones decimonónicas se vistieron de noticia para lograr asombro: hubo gente que en pleno siglo XIX creyó que las cartas de Harker y Mina eran escritas por gente de sangre y hueso, y no por un Bram Stoker que no sabía lo fácil que en el siglo XXI sería ser un cincuentón pedófilo haciéndose pasar por porrista en un chat. Nos sigue pareciendo imposible que en 1938 Orson Welles haya hecho una adaptación radiofónica de la Guerra de los Mundos capaz de provocar pánico entre los neoyorkinos que de verdad creían que una nave extraterrestre estaba a punto de aterrizar sobre Manhattan. Todo esto nos parece increíble porque quizá hemos olvidado que esa magia de la literatura es una tensión civilizatoria constante: utilizar nuestros nuevos descubrimientos tecnológicos o ideológicos o sociales para detonar nuestro lado más salvaje, más primitivo, sea éste el miedo, la sorpresa o la envidia.
Sirva todo lo que acabo de decir a modo de introducción desaforada: hoy nos han convocado aquí para hablar sobre literatura e internet, y me pareció de algún modo correcto comenzar con una serie de imágenes que nos recordaran que, a pesar de que hoy la triple-doble-u nos parece una revolución sin precedentes (imaginada por primera vez por Julio Verne, por cierto), nos enfrentamos a un territorio nuevo que, como tal, confronta nuestro salvaje deseo de asombro con nuestra avidez civilizatoria. Esto es muy obvio si comparamos a los primeros conquistadores de América con los primeros editores, que se enfrentaron (muchas veces usando la espada del desprecio o de la duda) con esa selva espesa llena de blogs y tuiteratos: por un lado, tratando de evangelizar con sus leyes de mercado las dinámicas abiertas de la red; por otro, buscando entre los salvajes a escritores capaces de exorcizar a la literatura de sus vicios e inercias. De las editoriales e internet no hablaré mucho porque creo que todo se resume al vértigo de descubrir una tierra vasta y fértil donde sólo parecía haber un abismo lleno de monstruos.
Mucho más interesante me parece hablar del escritor en medio de este proceso de conquista. Comencemos considerando la parte civilizatoria, el apego que entre los escritores de internet aún existe por el mundo editorial fuera de internet. Para ello, un caso hipotético: un escritor jovencísimo empieza leyendo Huckleberry Finn a los seis años y a los veinte se ha convencido de que lo que quiere hacer con su vida es dedicarla al nada recomendable oficio de la escritura. Crece leyendo a enormes escritores, comercializados por enormes editoriales. Escribe uno, dos o veinte cuentos; quizá una primera novela muy deficiente, pero honesta. No se atreve a llevarla a una de esas editoriales que producen libros de verdad; se siente pequeño. Hipnotizado por el furor hiperconectado de esta época y por un ego todavía adolescente, monta su obra en un blog. Nuestro escritor de internet ha comenzado su blog con la ilusión de que, algún día, un gran almirante editorial descubrirá su obra y la convertirá en un libro impreso, en un libro de verdad. De verdad: esas dos palabras aún pertenecen casi exclusivamente al libro impreso o electrónico pero distribuido por editoriales. Internet todavía se considera un medio en construcción o para la construcción. Dudo que exista un escritor que suba tuits o posts geniales que no fantasee con ver su libro de papel en la mesa de novedades. Aquí no tenemos todavía un Banksy que rechace a las galerías; no tenemos aún un Pinocho que se quede feliz sin ser un niño de verdad.
Me parece que esta primera consideración es fundamental: el libro no ha dejado de ser la lámpara maravillosa que despierta al genio literario auténtico. Por supuesto eso es una mentira, pero es, ante todo, una mentira bien asumida, al menos en esta generación, y bien generalizada, al menos en este tiempo. Tampoco es para espantarse: la misma desconfianza despierta internet en todos los ámbitos. En una revista el producto impreso siempre es más importante que la página web, aunque ésta doble o triplique en lecturas al primero. En literatura esta apreciación es quizá más grave porque no hay un sistema de medición que demuestre la calidad de un texto. Volvamos a Dickens, a Dumas: si ellos hubiesen escrito sus novelas por entregas en un blog de actualización semanal, ¿serían los mismos que ahora? O, para usar un lugar común: un árbol que cae en medio de un bosque lleno de árboles cayendo, ¿hace ruido?
Hablando de sobrepoblación de árboles: la gran promesa de la era de las redes sociales es que todos podemos ser estrellas. ¿Sabes un poco de cocina? ¡Vuélvete el gurú de la gastronomía en twitter! ¿Sabes hablar el lenguaje de los chavos? ¡Ya eres un mercadólogo! ¿Tienes instagram? ¡Gran fotógrafo! ¿Sabes usar un teclado, eres más o menos chistoso y tienes una tremenda necesidad de que alguien te ponga atención? ¡No busques más: tú eres un escritor de internet! No les quiero arruinar la tarde, pero sepan que vivimos en un tiempo en el que el 85% de las personas cree que no hay mayor honor que salir en la tele. Para quien lee, buscar la fama en las letras resulta aterrador y un poco ridículo; para quien lee poco o nada, las letras parecen una veta sin explorar. Así que a la facilidad de abrir un blog agregue dos kilos de anhelos sociales desaforados, 200 miligramos de Cortázar, una pizca de amigos bien intencionados, pulse enter y voilá: tenemos una generación que cree que el aforismo de 140 caracteres es literatura. La generación de las demasiadas letras, que tiende a creer que la popularidad es mejor que el criterio.
Me parece que en esta parte no debo recordarles que Yordi Rosado es el escritor mexicano más leído de los últimos cuarenta años, ¿cierto?
Sirva este penosísimo dato para pasar de la parte civilizatoria que hay en los escritores de internet a una parte intermedia: el sincretismo. Hasta ahora, la mayor discusión alrededor de escribir en internet tiene que ver con la forma. ¿Es posible escribir una novela por entregas de 140 caracteres? ¿Es posible reducir un cuento a un tuit? Hasta ahora, hemos tomado lo que conocemos y lo hemos adaptado. Me atrevería a decir que el estado de la escritura en internet es comparable, en la mayoría de los casos, con la labor del traductor más que con la del creador. Hemos trabajado la versión ultra funcional o ultra rápida de los géneros que ya conocíamos: la poesía se vuelve poetuit, que en el mejor de los casos es un ejercicio valioso para los poetas que después publicarán un libro; pero también, a veces, el poetuit es sólo una herramienta para que las sextuiteras adquieran sustancia más allá de sus escotes. El cuento se ha vuelto microficción, lo cual puede ser un reto de la narrativa contra el espacio, de una historia contra el caos del orden, pero también, a veces, sólo una emulación vacía de Monterroso. Muchos de los escritores que dan el “salto al libro” publican obras cuya casi única virtud es tener una arroba en la portada, hacerse pasar por un juego “bien progre” y “bien actual” y después pasar rápido al olvido. Claro que hay exponentes valiosos. Pero también hay muchos que se han dejado llevar por la dinámica del mercado, que es simple: en el mar de internet, lo que escandaliza genera la ilusión de perdurar, acaso en una línea de retuits, acaso en un hipervínculo. De tal suerte que el escándalo no sólo es un parámetro estético, sino el parámetro estético. Lo bueno de esto es que por primera vez en mucho tiempo el escritor piensa más en el lector final que en el editor que le dará el visto bueno; lo malo de esto lo dije antes: la popularidad no sustituye al criterio.
Para entender lo que podríamos obtener de las letras en internet si nos quitáramos de encima la parte civilizatoria de esta conquista y comenzáramos a buscar fuentes de la eterna juventud, debemos volver al ejercicio siempre horrendo de descontextualizar autores: si hoy naciera otro Bram Stoker, ¿le sería posible hacer que los visitantes de su blog creyeran la auténtica existencia de un vampiro? ¿Es posible la existencia de un Welles haciendo livestream del aterrizaje de una nave extraterrestre? La literatura es el origen de la ficción, pero en este nuevo mundo la ficción novedosa se ha trazado de otro modo. Pongamos algunos ejemplos. 2006: se publica el sitio thisman.org, en el que sólo se ve el dibujo de un rostro que, según el sitio, aparece de manera recurrente en los sueños de mucha gente en todo el planeta. Se aventuran teorías psicológicas: que el rostro es el punto medio de muchos fenotipos; que es el rostro más común del mundo; que es la imagen residual de los amigos imaginarios de la infancia. Algunos, metafísicos, aventuran la posibilidad de que se trate de un hombre capaz de viajar entre sueños, en una dimensión donde los hombres viven otra vida cuando duermen. Otro ejemplo: en el año 2000 aparece en un foro de discusión por internet un tal John Titor, que dice venir del futuro para prevenir una guerra civil en Estados Unidos. Describe un futuro horrendo, una máquina del tiempo precisa. Desaparece de los foros en 2001, dejando detrás de él miles de adeptos que aún creen en sus predicciones (las cuales, por cierto, no han ocurrido). Un ejemplo más: en 1997 aparece un clasificado en un periódico web que dice lo siguiente: “Se solicita acompañante para viajar en el tiempo conmigo. Esto no es una broma. Se te pagará cuando volvamos, y debes traer tus propias armas. No garantizo ninguna seguridad: sólo he hecho esto una vez”. Los tres ejemplos han pasado por ciertos; los tres parecen cuentos; los tres han sido desmentidos: el hombre de los sueños resultó ser una campaña publicitaria para una película que nunca sucedió; John Titor, un alemán que había leído el manuscrito de una novela de ciencia ficción que nunca se publicó; el clasificado, un texto que un editor encargó a un amigo suyo para rellenar un espacio del periódico. Estas historias pasaron por ciertas porque sabemos que la naturaleza de los sueños no ha sido revelada y porque sabemos que el viaje en el tiempo es imposible sólo hasta que se demuestre lo contrario. La ficción, en todos los casos, fue lo que el escritor de internet, en teoría, busca: fue fragmentaria, hipertextual, anclada a espacios de indeterminación que las dotaba de posibilidad. Posibilidad. Hasta ahora, creo, los que estamos amarrados a las letras sólo hemos explorado a profundidad la posibilidad de las formas, hemos explorado los recovecos oscuros de las construcciones y los formatos, lo cual está muy bien, pero no nos hemos atrevido a explorar las posibilidades del fondo. ¿Podríamos ser la generación que escriba el verdadero “Tlön, Uqbar y Orbis tertius”? El asombro, la sorpresa, la envidia, el miedo y todas las sensaciones salvajes, en las décadas pasadas se repartieron a lo largo y ancho de las artes audiovisuales; la llegada del multimedia en internet ha revolucionado el arte de decir mentiras para contar verdades. En ese contexto, me parece que las letras tienen frente a ellas un campo fértil que va mucho más allá de los formatos traducidos y de la edición democratizada. Sería interesante ver cómo sólo desde las letras se enfrenta el nuevo reto del asombro interactivo; cómo desde el tiempo real y la inmediatez que ofrece internet se logra generar asombros igual de inmediatos y reales en cualquier tiempo. Sería interesante ver que el asombro que se busca en internet desde las letras no es sólo el de la fama.
La creación de medios como el folletín y antes la imprenta derivaron en la creación de la novela y de la novela de aventuras, pero no de manera automática: la adecuación a los medios empujó a las letras a adaptarse a los tiempos de abismos revelados. No es arriesgado pensar que, quizá, las plataformas interactivas y las redes sociales empujarán a las creatividades a acercarse a entender de qué están hechos hoy los asombros, porque estos medios permiten como hace mucho no pasaba el contacto entre el escritor y el lector, esa tierra que se nos ha escapado y que hoy debemos reconquistar. Interesante será ver si hoy podemos con el reto de hacer de algo tan aparentemente aburrido como la grafía un medio para generar envidias. Si tenemos los ánimos para seguir buscando la fuente de la eterna juventud.