30.10.13

Reconciliación


Hace más o menos siete meses empecé a no poder escribir. Por esos días acababa de presentar mi libro y la adrenalina primaria iba en caída; después de medio año, el idilio con mi nuevo trabajo había terminado y, a fuerza de viajar en tránsito apretado por más de tres horas al día, empezaba a odiarlo sólidamente; la ilusión o la necesidad de algún día independizarme del oficinato voraz me hizo meterme en un montón de proyectos que terminaron por saturar todas mis noches. Los diez o quince minutos que me quedaban cada jornada los invertía en todo menos escribir: sencillamente no tenía tiempo ni siquiera para imaginar algo que no fuera una cerrada congestión vial o una entrega tardía. Quien escriba (o pinte o haga fotos o cocine o tenga tremenda pasión por el yoga) sabe que no hacerlo se vuelve depresión. En un primer momento esa tristeza la curé escribiendo poco pero sólidamente; con el tiempo me encontré que el tedio diario se había traducido en tedio creativo, y me sorprendí escribiendo exactamente las mismas cosas en cada intento. Asesorado por mi terapeuta —otra novedad de esos meses: el psicoanálisis que me negué muchísimos años y que de pronto se volvió tan evidentemente necesario— me di una tregua. Y paré. Parecerá exagerado, pero los primeros días fueron horribles, puesto que no sabía qué hacer con mis noches. Erradiqué toda disciplina (militar) de escritura por unos meses, drenando únicamente a través de una columna quincenal en Letroactivos, que era (es) una suerte de oasis en una época que me parece hoy un desierto. Eso también parecerá exagerado, y tampoco lo es: hay algo en el hecho de transitar todos los días sólo en hora pico y por sitios atestados que hace que uno pierda el sentido de las cosas. Es decir: no culpo a mis colegas oficinistas que van todos los días de Texcoco a Santa Fe y terminan pensando que la vida de verdad se trata de comprar un Audi; la meditación obligada de cada día suele derivar en tal sinsentido. En mi caso la consecuencia fue otra: paso nueve horas diarias editando una revista de moda y estilo de vida, donde la palabra “estilo” se repite como si no existiera otra en el vasto y colorido territorio del español (o quizá sí: “elegancia”; “tendencia”; “temporada”; “moda”; la legión de los extranjerismos: “cool”, “look”, “glamour”); alguna vez en una sola página de word leí 37 veces la palabra “estilo”. Debe haber sido una interpretación previamente depresiva; ahora sé que en realidad estaba cayendo en cuenta de que el lenguaje y la palabra, esas dos cosas que a mí siempre me han parecido omnipotentes y devastadoras y mágicas y divinas y diabólicas, para el mundo civilizado (y ávido de Audis) no eran más que la tabla sobre la que se ordenan, apenas acomodados, un montón de productos que nadie necesita en realidad.

Alguna afortunada búsqueda distraída por internet me devolvió un día una historia de Nabokov que nunca había leído. Por qué elegí este método y no otro no lo sé; pude haber ido a talleres, hecho un viaje, visto a amigos; pero de algún modo la lectura de ese cuento me hizo creer que el tratamiento para curar el desvanecimiento de las letras debía ser tan íntima como el padecimiento. Me propuse leer un cuento cada día, durante 66 días. El número es arbitrario (aunque nada lo sea) y la selección también: mi único objetivo de inicio era leer relatos que para mí (y sólo para mí) fueran nuevos. No esperaba de inicio una reconciliación, sino una inspiración; el entretenimiento egoísta de descubrir las reglas de cada juego, deshilar los recursos, incluso desafiarlos e imaginar desenlaces distintos, tratamientos quizá más adecuados (porque todo escritor es soberbio). No llegué ni al tercer cuento antes de darme cuenta de que mi mapeo no podría ser tal. Preferí desvanecerme en la lectura (en muchos casos, la mayoría, esto no era opcional, sino apenas una consecuencia lógica de la escritura estas piezas). Fue en ese trance que descubrí lo que me aquejaba primero; recordé (releí) que sí existen palabras que buscan algo dentro de lo que somos. Que, de algún modo que incluso ni siquiera estos autores ponderaron (y que seguramente es atribuible al momento por el que yo pasaba), cada cuento es casi una ars poetica, cada cuento esconde una tesis exhaustiva sobre las razones por las que vale la pena escribir, los motivos y las fuerzas que hacen de la escritura una fuerza diabólica y divina. Cada cuento se explica a sí mismo el sentido de su propia hechura y de toda la literatura. Lo que quiero decir, sin más cursilerías, es que leer estos 66 cuentos (lo cual, por supuesto, me tomó mucho más de 66 días) me salvó no sólo como escritor (hace un par de días volví a un cuento que había abandonado), sino como lector. La selección es absolutamente arbitraria, disímil, con apenas algún ritmo; puede leerse, seguramente, como podría ver una constelación el marino perdido. Los dejo aquí por si a alguien más pudieran sacarlo del tráfico.

1. "Symbols and Signs", de Vladimir Nabokov
2. "The Snows of Kilimanjaro", de Ernest Hemingway
3. "A Rose for Emily", de William Faulkner
4. "El collar", de Guy de Maupassant
5. "El capote", de Nikolai Gogol
6. "The Veldt", de Ray Bradbury
7. "La montaña", de Virgilio Piñera
8. "Child's Play", de Alice Munro
9. "Where I'm Calling From", de Raymond Carver
10. "Good Country People", de Flannery O'Connor
11. "La euforia de los troyanos", de Quim Monzó (pág. 27 en el link)
12. "La colonia penitenciaria", de Franz Kafka
13. "Pájaros en la boca", de Samanta Schweblin
14. "La coartada perfecta", de Patricia Highsmith
15. "Los conejos blancos", de Leonora Carrington
16. "Orientation", de Daniel Orozco
17. "The Pomegranate", de Yasunari Kawabata
18. "Instrucciones para citas con trigueñas, negras, blancas o mulatas", de Junot Díaz
19. "Olaff oye tocar a Rachmaninoff", de Cary Kerner
20. "El gran cambiazo", de Roald Dahl
21. "To be Read at Dusk", de Charles Dickens
22. "Kafka Cooks Dinner", de Lydia Davis (pág. 509 en el link)
23. "Una gallina", de Clarice Lispector
24. "Sobresaltos", de Samuel Beckett
25. "Las vocales malditas", de Óscar de la Borbolla
26. "El ramo azul", de Octavio Paz
27. "¿Una mariposa?", de Leopoldo Lugones.
28. "Fiesta en el jardín", de Pablo Orgambide
29. "Nabónides", de Juan José Arreola
30. "Wakefield", de Nathaniel Hawthorne
31. "The Idiots", de Joseph Condrad
32. "Extraordinaria historia de dos tuertos", de Roberto Arlt
33. "Crooner", de Kazuo Ishiguro
34. "La tempestad de nieve", de Alexander Pushkin
35. "A Fair Penitent", de Wilkie Collins
36. "El hombre de la arena", de E.T.A. Hoffmann
37. "La perla", de Yukio Mishima
38. "Death of a Poet", de Hunter S. Thompson (pág. 10 en el link)
39. "The Goblin at the Grocer's", de Hans Christian Andersen
40. "Word Processor of the Gods", de Stephen King
41. "La dama del Tivoli", de Knut Hamsun
42. "The Finest Story in the World", de Rudyard Kipling
43. "Dejar a Matilde", de Alberto Moravia
44. "La balanza de los Balek", de Heinrich Böll
45. "En memoria de Paulina", de Adolfo Bioy Casares
46. "Jardín de infancia", de Naguib Mahfuz
47. "The Poet", de Hermann Hesse
48. "Las correcciones", de Fabio Morábito
49. "Where Their Fire is Not Quenched", de May Sinclaire
50. "Politics", de Charles Bukowski (página 13 en el link)
51. "The Turnip", de los hermanos Grimm
52. "The Gossage-Vardebedian Papers", de Woody Allen
53. "El prisionero del Cáucaso", de León Tolstoi
54. "The Fly", de Katherine Mansfield
55. "Perfecto Luna", de Elena Garro
56. "La muerte violeta", de Gustav Meyrink
57. "El pueblo de los gatos", de Haruki Murakami
58. "Heat", de Joyce Carol Oates
59. "El cocodrilo", de Felisberto Hernández
60. "Through the Tunnel", de Doris Lessing
61. "Para un final presto", de José Lezama Lima
62. "A Perfect Day for Bananafish", de JD Salinger
63. "A Temporary Matter", de Jhumpa Lahiri
64. "Un baile de máscaras", de Alejandro Dumas, padre
65. "The Rocking-Horse Winner", de D.H. Lawrence
66. "El evangelio según San Marcos", de Jorge Luis Borges