25.12.14

El invitado


“Por quinta vez, hijo: ese no es Santa Claus”. El niño frunció el ceño y se cruzó de brazos; al ver que sus explicaciones no surtían efecto, la mamá se echó como pavo en el comedor. Se arrepintió de no haberle dicho a su hijo la verdad sobre sus regalos navideños: que la fe no obra aguinaldos. Ahora, por hacerle caso al papá y alargarle la ilusión un año más, estaban en el peor escenario posible: a menos de cuatro horas de la cena, el niño volvió de la tiendita con un vago barbón, lo paseó por la casa y lo acomodó en la sala antes de anunciarles entre brincos: “¡Traje a Santa a cenar con nosotros!”. La mamá vio a su esposo en la sala con el vago y bufó; se frotó la frente, calculó el tiempo que toma preparar los romeritos y lo dio todo por perdido. 

El papá pasó varios minutos sentado con las manos entrelazadas, decidiendo qué decirle a ese hombre con sonrisa de beodo feliz y cachetes encendidos que estaba frente a él. Afuera ladraron los nueve perros que acompañaban al vago y que amarraron a un poste sin negociar al ver que uno de ellos, el más escandaloso, tenía una sarna tan grave que le había puesto la nariz colorada. Vio el gorro color vino, la panza hinchada, el costal repleto, el pelo blanco. Salvo por la ropa hecha trizas, hubiese jurado que el año anterior había sentado a su hijo en las rodillas de ese hombre para sacarle una foto en el centro comercial. El escalofrío lo obligó a hablar. 

—No le haga esto a mi hijo. Usted sabe que no es Santa Claus… 
—No, ya no. Maldita crisis de fe. Estos niños ya no creen en nada, y así no hay trabajo que aguante… —y soltó tres hipos hilvanados que sonaron así: ho, ho, ho. 
—¿Esto es porque perdió su trabajo? Vamos, habrá otros malls que quieran contratarlo. Mírese: es usted un gran imitador de Santa... 
—¡Imitador! Quiero ver a un imitador que soporte lo que mis renos y yo… 
El papá miró a los perros afuera: viéndolos bien, sí parecían renos. Atropellados. Por un tractor. 
—No, usted no comprende —el vago se le acercó agitando el dedo índice, con la sonrisa estática pero los ojos encendidos de furia—. Primero fueron las tiendas diciéndome que habían conseguido una distribución más efectiva que la mía: los padres del mundo empezaron a hacer sus propias compras, creyéndose esa campaña de desprestigio que aseguraba que yo no existo. Luego tuve que despedir a los elfos y vender las oficinas del Polo Norte. ¡Llevo ya cincuenta años en la calle, ni más ni menos! ¿Le parece eso una imitación convincente? ¿Eh? 
—Eso no tiene sentido: como dueño del monopolio, Santa Claus no hubiera tenido problema para controlar la distribución, y la fe se compra con publicidad, usted lo sabe. Me parece que usted está obviando el factor decisivo: las chimeneas. 
El vago bajó por primera vez la sonrisa tiesa: 
—¿Las chimeneas? 
—¡Claro! Ya casi no hay casas con chimenea. El sistema de distribución resultó obsoleto en sí mismo, y no por culpa de un boicot. Créame, soy ingeniero. ¿Ve? En vez de quejarse y dejarse llevar a cenas navideñas ajenas, debería analizar el problema y dedicarse a instalar chimeneas. Mire... 

Se apuró a explicarle lo básico de sistemas de extracción, cómo volverse un contratista, cómo diversificar el negocio hasta incorporar la distribución de juguetes. Se apasionó tanto con su propio discurso, que de pronto el papá se encontró argumentando a favor de la versión de Santa y peor: creyéndola. “Campañas de desprestigio hay todos los días, incluso más rapaces”, gritó al cabo de una hora; “¡el sensacional regreso de Santa Claus a la escena navideña mundial es inevitable! Está tan de moda lo vintage…”, aseguró; “empiece hoy mismo, para aprovechar los aguinaldos”, aconsejó ya despeinado. 

Santa lo miró incrédulo, sobrio, ruborizado; los renos dejaron de ladrar. Eufórico, seguro de que acababa de volverse consultor del renovado Santa Claus, compadeciéndose por su desgracia, el papá sacó su cartera y le dio un montón de billetes, “para devolverle la ilusión a los niños”, dijo, y guiñó un ojo con demasiado histrionismo. 

Volvió a la cocina intoxicado de orgullo y anunció que acababa de poner a Santa Claus en un taxi. La mamá bufó de nuevo, saltó como bacalao hirviendo y se puso a cocinar. El hijo lo abrazó. 
 —¿Entonces Santa sí va a traer mis regalos más temprano? 
—¿Más temprano? 
—Cuando sacó mis regalos del clóset donde ustedes los guardan cada año, Santa me dijo que me los iba a poner bajo el árbol en cuanto se fuera de la casa… 
El papá comprendió de golpe: corrió al clóset sin cajas envueltas, miró bajo el árbol vacío. Faltaba una hora para la cena y todas las tiendas estarían cerradas. Salió a la calle desierta, rodeada de casas que nunca tendrían chimenea.

26.11.14

Chupacabras



(Ésta es la transcripción íntegra del texto que leí el 25 de noviembre de 2014 durante el 1er Encuentro de Jóvenes Escritores Latinoamericanos, que se celebró en la Capilla Alfonsina de la ciudad de México.)
Nací privilegiado en un país donde casi todo es un privilegio. En 1982, año de crisis económica, salí por primera vez del hospital y llegué a un departamento con luz eléctrica, a una cuna, a tres comidas diarias, a un futuro donde eventualmente hubo escuelas y una universidad. Alcancé mi primera adolescencia en 1994, mientras otra crisis económica destruía a lo poco que quedaba de la clase media de este país. Mi familia y yo perdimos muchísimo pero nos quedó una tele, donde me enteré de cosas como el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. En ella también vi el advenimiento del chupacabras, ese bicho mitad lobo y mitad dinosaurio (o sea: un político cualquiera) que, según los noticieros, estaba causando pánico en todo el país. Mi familia entera aseguraba que el chupacabras era una mentira, que era el intento del gobierno para distraernos de los monstruos que realmente nos estaban acechando, que se llamaban Crisis Económica y Hartazgo Social. Decían que el chupacabras era una conspiración, puesto que en ningún lugar salvo en la tele podía verse a alguien llorando por sus cabras, pero lo que sí se veía por todos lados eran las caras de preocupación de la gente que perdió su trabajo después del robo en descampado que fueron los últimos sexenios del PRI del siglo pasado (o sea: todos los sexenios del PRI del siglo pasado). Por esos años, sin saberlo, me hice de otro privilegio: junto a la tele descubrí los pocos libros que teníamos en casa. Me fui volviendo primero lector y luego escritor. 
En 2006, año de crisis política, estaba entrando a la adultez y frecuentaba una pequeña ranchería otomí cerca de Ixmiquilpan, Hidalgo. Allí había un hombre cuyo trabajo era producir pulque, que luego vendía en la cabecera municipal a dos pesos por litro. Cuando los doce pesos que ganaba cada día dejaron de alcanzar para dar de comer a su familia de cinco, este hombre dedujo que sería más sencillo cambiar las costosas tortillas por la bebida empanzonadora que él mismo podía preparar, y empezó a alimentar así a sus hijos, todos ellos menores de diez años. Antes de que pasara un año, este hombre estaba en la cárcel, acusado de homicidio porque dos de sus niños habían muerto por malfunción del hígado. No tuvo defensa judicial ni de derechos humanos y terminó en una cárcel federal a los pocos días de ser arrestado. Por entonces yo empezaba a tomarme en serio esto de escribir, y pensé que podría contar su historia y la de su pueblo (al que desde siempre se le han negado los beneficios de la luz eléctrica y la educación y el agua potable), al menos para que su sufrimiento no se perdiera entre los cardones del desierto que él llamaba casa. Pero hasta hoy no he conseguido contar de forma digna la historia de ese hombre, sin mentir pero sin olvidar decir lo que no evidencia la anécdota llana. Desde el lado en el que yo estaba, desde el que estoy, me parecía que escribirla era una falta de respeto a su dolor. Crecí con privilegios en un país donde casi todo es un privilegio: la educación, los recursos, la justicia. Entrometerme a través de ellos en un dolor tan crudo me pareció aquella vez la desfachatez de un niño clasemediero que quiere jugar a solidarizarse. Un acto cínico, altanero, hipócrita; incluso abandoné toda escritura durante un tiempo. Luego la retomé pero, no sé qué tan conscientemente, me volqué a escribir ficción especulativa: a contar mundos que tuvieran al menos un orden que yo pudiera crear o acaso entender. Mundos privilegiados, si se quiere; mundos donde se pueda ejercer libremente el inalienable privilegio de la imaginación.
Hace ocho años, cuando quise imaginar el rostro aquel hombre vaporizándose al subir a una troca de la policía municipal de Ixmiquilpan, en realidad pensé en el de mi tío cuando, allá en el 94, les anunció a sus hijos que lo habían despedido, con los ojos volviéndosele tolvanera. Hace ocho años me pareció ventajoso emular ese símil, trazar la imagen del dolor ajeno con otra que provenía de los privilegios que yo, por ninguna razón más que la suerte, he tenido. Ayotzinapa está tan lejos o tan cerca de mí como Ixmiquilpan. Admito que, igual que aquella vez, no me siento capaz de vislumbrar lo que sentiría al ver en una foto el cadáver de mi hermano con el rostro arrancado, tirado en medio de una calle que parece desierto. Pero durante mis 32 años he presenciado, cerca o lejos, toda clase de omisiones, injusticias, menosprecios, vejaciones, corruptelas que, aun lejanas entre sí (o, como le han puesto por estos días a esta nueva conspiración: aun siendo “hechos aislados”), aun divergentes, estas últimas semanas han llenado el vaso del cual ya empezó a gotear la peor crisis humanitaria, social y hasta de sentido común que hemos tenido desde que puedo recordar. Esta crisis es el rostro de los normalistas desaparecidos, pero también el del hombre del pulque hace ocho años, el de mi tío hace veinte, el del EZLN, el de la jovencita muerta que arrojan a una fosa, el de los miles que temen a diario el secuestro o la extorsión, el de la gente que pide limosna en Polanco. Lo que pasa estos días en México es un huracán de rostros difuminados en el que en realidad vamos todos y en el que reclamar por lo sucedido en Iguala no me parece hipócrita, sino al contrario: hipócrita y cínico y altanero me parece todo aquel que hoy no se solidarice escribiendo o hablando o marchando. Porque hace veinte años vimos con el chupacabras que los que están en el poder son una conspiración, pero sobre todo porque los que hoy están en el poder creen que nosotros somos una conspiración. Porque quieren hacernos pensar que esos estudiantes y ese hombre que vendía pulque y mi tío son producto de nuestra imaginación. Porque piensan que al arrancarle el rostro a Julio César Mondragón el 26 de septiembre de 2014 nos arrancaron a nosotros los ojos. Porque piensan que los ojos y el rostro deben ser privilegio de muy pocos. 
Hoy venimos a hablar sobre redes de conocimiento y desconocimiento entre jóvenes escritores de América Latina. Al menos desde hoy, desde aquí y desde mí, lo que creo que tenemos en común y lo que nos queda por comunicar entre nosotros es esto: escribir, en el fondo, no cambia las cosas, pero sí nos permite ejercer el inalienable derecho de imaginar. Y en campos donde germinan fosas y desaparecidos, imaginar otras posibilidades es la única cosecha posible. El único remedio para la muerte es crear. Tenemos los privilegios de saber escribir, de tener el tiempo para escribir, de tener el rostro pegado al cráneo para escribir, así que nos queda esto: usar la voz para decir que no somos el chupacabras, que nosotros sí somos reales y estamos vivos. Sobre todo en un país donde la vida, como casi todo, parece ser un privilegio de pocos.

18.9.14

La botella



Hace quince años, Agustín, Jandro, Ro, SCH, Paco, Gabriel y yo viajamos a Tuxpan, Michoacán y enterramos una cápsula del tiempo: una botella, donde metimos cosas que entonces nos parecían de algún modo importantes, que cerramos lo mejor que pudimos y que luego pusimos en un hoyo que después tapamos, asegurándonos de hacer un mapa que nos dijera con exactitud su ubicación. Nos dejamos pistas; abajo de la tierra, rodeamos a la botella de piedras que garantizaran que un terremoto o un tractor no romperían nuestro tesoro. Era 11 de julio de 1999; nos prometimos volver, los siete, quince años después, o casi: el 7 de julio de 2014.

El 13 de septiembre de 2014, nos encontramos casi todos en Tuxpan, Michoacán, para desenterrar la botella.

Formalmente empezamos a planear la recuperación desde junio: nos juntamos en casa de SCH un día que su mujer y sus hijas estaban fuera del país; Paco se conectó desde su casa en Estocolmo; nunca logramos que Gabriel contestara nuestros mensajes. Pero creo que para todos la planeación inició muchísimo antes, en el instante en el que, apenas tapando el hoyo donde había quedado esa botella cuya supervivencia no podíamos asegurar, tomamos una foto para documentar el sitio y el momento. Allá, quince años antes, nos delatan las grandes narices adolescentes y el gesto de autosuficiencia que disfraza alguna incertidumbre, las sonrisas de niños que se disponen a hacer una travesura; allá nos obligamos a no olvidar ciertos detalles, referencias que la naturaleza y su tiempo no pudieran arrebatarnos: la concordancia con algún árbol, la dureza del suelo. Y se detonó (no sé qué tan conscientemente) un proceso de escrutinios personales que en realidad fueron, durante década y media, la planeación misma. La noche en casa de SCH, tomando mezcal (bebida que hace quince años nos era por completo desconocida), tratamos de recordar qué habíamos metido en esa botella; no recordamos mucho, pero intuimos que habíamos escrito cómo imaginábamos que íbamos a ser en 2014. Y al menos yo pasé los últimos meses antes de volver a Tuxpan pensando qué clase de frustraciones o satisfacciones me traería sacar de esa botella un papel que dijera que mi futuro imaginado era distinto del que finalmente es. Pensé en todas las rupturas y los dolores de ese tiempo, en las alegrías insospechadas y en los cambios abruptos que hubo que navegar con el mayor decoro posible: en el camino sinuoso y desconocido que se desdobló durante quince años sobre esa espera. Varias veces en esas semanas traté de recuperar alguna memoria, algo que verifique que he logrado ser la mitad de lo que imaginaba entonces, pero no pude. Supe sólo una cosa: que ese post adolescente (con gafas, pelo y muchísima fe al número siete, por lo que podía verse) confiaba en que yo sería capaz de recordar el contenido de una botella proverbialmente arrojada al mar del tiempo, y que yo no fui capaz de eso siquiera.

Al igual que el resto, no sabía la ubicación exacta del agujero (el mapa lo perdió quienquiera que lo haya conservado, no sabemos quién fue); recordábamos vagamente algunos detalles, pero no teníamos mucho más, sólo la foto donde estábamos parados sobre la botella recién enterrada. Aun así ultimamos detalles del viaje, cuya logística sería mucho más complicada que quince años atrás. Además de nosotros siete (que a pesar de los años todavía podemos sobrevivir a base de frituras, cervezas y papel de baño de doble hoja), vendrían nuestra parejas. Bueno: no sabíamos si podría venir Vania, la esposa de Rodrigo, debido a sus ocho meses de embarazo, y tampoco estábamos seguros de que Maria, la novia de Paco, podría acompañarlo desde Suecia. Además debíamos asegurarnos de tener espacio y facilidades para las dos hijas de SCH, planear tres comidas al día y no un constante botaneo. Considerar que, fuera el que fuera el contenido de esa botella, nadie más que nosotros estaría preparado para verlo (corrijo: nosotros mucho menos que nadie): ¿qué nombres ahora caducos estarían allí junto a promesas de amores que confundían lo ardiente con lo eterno?; ¿cuántos rockstars y astronautas y presidentes emergerían como trazos fantasmagóricos de una ingenuidad ahora penosa?; ¿cuántas frases melosas o podridas o grandes o pequeñas, cuántas veces deslavada la palabra “sueño”? ¿Con qué claridad un papel perfectamente guardado bajo tierra durante quince años podría decirnos lo que fuimos e irremediablemente dejamos de ser, lo que íbamos a ser y no pudimos?

Después de un último cambio de planes (yo tenía que cerrar la edición de la revista donde trabajo, y la experiencia nos había hecho aprender que tomar carretera en viernes de quincena previo a puente no es muy buena idea) por fin llegamos a Tuxpan la mañana del 13 de septiembre en tres autos muy distintos al camión que nos llevó al mismo sitio antes. Agustín nos hospedó en la casa que construyó en los últimos años. Parados en el jardín donde sabíamos que estaba ese pedazo de pasado, tratamos de calcular su ubicación, sin podernos poner de acuerdo. “El hoyo estaba alineado con ese árbol”, “No, con ese otro”, “¿Alguien recuerda a qué profundidad estaba? ¿Eran qué, como 80 centímetros?”, “No, como 50…” Tres meses antes, encontrar nuestra botella parecía tan sencillo como hacer un hoyo, pero de pronto las especificaciones lo complicaron todo. Por fin alguien alzó el pico y sumimos las palas, inseguros de estar haciéndolo en el sitio correcto. Cavamos así un par de horas, hicimos un hoyo más por la polémica, le apostamos a la amplitud antes que a la profundidad, sudamos como los fumadores y ex fumadores que ahora somos. Dos montones de tierra fueron ensuciando el terreno bajo el cual estaba algo que nos había hecho volver. Sentadas cerca de nosotros estaban nuestras parejas; las hijas de SCH corrían, y la mayor preguntaba cada tanto si ya habíamos encontrado el tesoro que estábamos buscando. Supongo que a los tres años, la única explicación para seis barbones levantando tierra es que hace muchos años no eran jadeantes simios, sino piratas en toda la forma.

No encontramos la botella. Comimos antes de dar una última oportunidad a la búsqueda, seguros de que no hallaríamos nada y que el viaje para sacar nuestra cápsula del tiempo sería una buena historia, pero nada más. Nada de revelaciones. Volvimos a los hoyos porque ya estábamos allá y porque nada peor que un pirata dándose por vencido. Si el primer intento había tenido el ímpetu de la nostalgia, la posibilidad del hallazgo quemando las palas, el segundo fue mecánico como el repaso de las capitales del mundo después de un examen de geografía mal resuelto. O sea: cavamos para no llamarnos cobardes, algunos con resignación, otros dedicados, pero todos resueltos a no permitir que la ausencia se volviera un fracaso. Es decir: ¿qué buscábamos encontrar realmente? Un poco el sueño desproporcionado de una época más despreocupada —en la que pensábamos que todo lo que estaba por venir era tan sencillo o tan simbólico como meter una botella a la tierra—, otro poco la validación de nuestras capacidades de predicción. Pero para ese punto, el principal objetivo de la botella estaba cumplido: nos habíamos dado el tiempo para preguntarnos, quince años después, qué sentido ha tenido todo esto que llamamos vida o adultez o, sí, sentido. Ya nos habíamos contado, a la hora de la comida, con los mezcales de meses atrás, en el auto, qué había pasado con nosotros y cómo estábamos. Ya habíamos hecho el ejercicio de vernos más barbones o más gordos y valorar todo aquello como un camino trazado, fuera como fuera. Y eso ya era un éxito. Claro, tener la botella y sus papeles intactos que permitieran dimensionar todo aquello, que permitieran cerrar esa suerte de Stand By Me que nos habíamos propuesto quince años antes, hubiera sido el gran final para una película que pocos filman. Pero el terreno es tan grande y las palas tan pocas, que en realidad…

Pero Agustín la encontró. Siguió una columna de piedras de formación antinatural, recordando que lo habíamos puesto nosotros o asumiendo que es el tipo de cosas que hubiéramos hecho en esa adolescencia nerd y hollywoodizada que tuvimos. Cuando sacó la botella, opacada por los años de tierra constante, nos abrazamos como si los quince años no hubieran pasado nunca y todavía fuéramos jovencitos cuya mayor preocupación no es la renta ni la hipoteca sino una botella rellena de futuros, esa sensación medio idiota, medio heroica y absolutamente electrizante de que el mundo tiene un sentido del que uno puede ser parte fundamental. “¿Ya encontraron el tesoro, papá?”, preguntó la hija mayor de SCH. De algún modo, lo hicimos. Rodeamos el hoyo y nos hicimos otra foto donde nos sonreímos como niños que se salieron con la suya.

Nos reunimos para realizar la misa de apertura. ¿Qué clase de evangelio encontraríamos? Nadie estaba seguro. Abrimos la botella en una suerte de funeral vikingo-industrial (después de aplicarle soplete la mojamos con agua fría, como dioses de la termodinámica) y liberamos su contenido: una serie de hojas mojadas por quince años de humedad terrena que se había colado por una tapa sellada incorrectamente. Nuestras predicciones, nuestras ilusiones adolescentes, las sentencias que parecieron inamovibles e intocables durante todo ese tiempo, se habían vuelto pulpa color lodo. Usando pinzas logramos desdoblar algunos pedazos, pero la mayoría de los papeles se disolvieron entre nuestros dedos. Rescatamos una vieja carta de amores, la envoltura de unos cigarros de marca Gol 70 (“¡Un penalty para tu pulmón!”, escribimos sobre ella en aquel entonces, porque varios querían —queríamos— ser publicistas), los restos de dos dulces, pedazos de las cartas correspondientes a las reinas de los cuatro palos de la baraja, un cacho de madera con un mensaje que costó trabajo leer. Tras analizar los restos recordamos que había una carta más larga que las demás, donde nos proyectábamos en el futuro entonces insospechado. Tras mucho esfuerzo logramos descubrir casi la mitad. Nuestros futuros estaban allí, pero apenas pudimos descifrar algunas palabras, no muchas. De lo que pudimos leer, algo se cumplió, otras cosas no; mucho, la mayoría, se hizo una masa amorfa y marrón mientras tratábamos de descifrarla. La única carta que pudimos leer completa fue una que comenzaba así: “Hola, viejitos”, en la que nos comandábamos a leer el contenido de la botella todos juntos, echando tragos, riendo. Leímos eso y nos vimos las caras, escuchamos a nuestras mujeres hablar con sus voces, ahora tan serenamente familiares y que antes, mucho antes, nos hubiesen sido desconocidas. Minutos más adelante, dejamos de abrir papeles y brindamos, con la botella rota abandonada en la mesa.

Poco después envolví en una bolsa los vidrios rotos y el contenido que no pudimos rescatar y lo tiré a la basura. Vi todo aquello por última vez, pensando que hay una lección en toda esta historia, algo poético, algo hollywoodesco, pero no supe (no sé) muy bien qué es.