18.9.14

La botella



Hace quince años, Agustín, Jandro, Ro, SCH, Paco, Gabriel y yo viajamos a Tuxpan, Michoacán y enterramos una cápsula del tiempo: una botella, donde metimos cosas que entonces nos parecían de algún modo importantes, que cerramos lo mejor que pudimos y que luego pusimos en un hoyo que después tapamos, asegurándonos de hacer un mapa que nos dijera con exactitud su ubicación. Nos dejamos pistas; abajo de la tierra, rodeamos a la botella de piedras que garantizaran que un terremoto o un tractor no romperían nuestro tesoro. Era 11 de julio de 1999; nos prometimos volver, los siete, quince años después, o casi: el 7 de julio de 2014.

El 13 de septiembre de 2014, nos encontramos casi todos en Tuxpan, Michoacán, para desenterrar la botella.

Formalmente empezamos a planear la recuperación desde junio: nos juntamos en casa de SCH un día que su mujer y sus hijas estaban fuera del país; Paco se conectó desde su casa en Estocolmo; nunca logramos que Gabriel contestara nuestros mensajes. Pero creo que para todos la planeación inició muchísimo antes, en el instante en el que, apenas tapando el hoyo donde había quedado esa botella cuya supervivencia no podíamos asegurar, tomamos una foto para documentar el sitio y el momento. Allá, quince años antes, nos delatan las grandes narices adolescentes y el gesto de autosuficiencia que disfraza alguna incertidumbre, las sonrisas de niños que se disponen a hacer una travesura; allá nos obligamos a no olvidar ciertos detalles, referencias que la naturaleza y su tiempo no pudieran arrebatarnos: la concordancia con algún árbol, la dureza del suelo. Y se detonó (no sé qué tan conscientemente) un proceso de escrutinios personales que en realidad fueron, durante década y media, la planeación misma. La noche en casa de SCH, tomando mezcal (bebida que hace quince años nos era por completo desconocida), tratamos de recordar qué habíamos metido en esa botella; no recordamos mucho, pero intuimos que habíamos escrito cómo imaginábamos que íbamos a ser en 2014. Y al menos yo pasé los últimos meses antes de volver a Tuxpan pensando qué clase de frustraciones o satisfacciones me traería sacar de esa botella un papel que dijera que mi futuro imaginado era distinto del que finalmente es. Pensé en todas las rupturas y los dolores de ese tiempo, en las alegrías insospechadas y en los cambios abruptos que hubo que navegar con el mayor decoro posible: en el camino sinuoso y desconocido que se desdobló durante quince años sobre esa espera. Varias veces en esas semanas traté de recuperar alguna memoria, algo que verifique que he logrado ser la mitad de lo que imaginaba entonces, pero no pude. Supe sólo una cosa: que ese post adolescente (con gafas, pelo y muchísima fe al número siete, por lo que podía verse) confiaba en que yo sería capaz de recordar el contenido de una botella proverbialmente arrojada al mar del tiempo, y que yo no fui capaz de eso siquiera.

Al igual que el resto, no sabía la ubicación exacta del agujero (el mapa lo perdió quienquiera que lo haya conservado, no sabemos quién fue); recordábamos vagamente algunos detalles, pero no teníamos mucho más, sólo la foto donde estábamos parados sobre la botella recién enterrada. Aun así ultimamos detalles del viaje, cuya logística sería mucho más complicada que quince años atrás. Además de nosotros siete (que a pesar de los años todavía podemos sobrevivir a base de frituras, cervezas y papel de baño de doble hoja), vendrían nuestra parejas. Bueno: no sabíamos si podría venir Vania, la esposa de Rodrigo, debido a sus ocho meses de embarazo, y tampoco estábamos seguros de que Maria, la novia de Paco, podría acompañarlo desde Suecia. Además debíamos asegurarnos de tener espacio y facilidades para las dos hijas de SCH, planear tres comidas al día y no un constante botaneo. Considerar que, fuera el que fuera el contenido de esa botella, nadie más que nosotros estaría preparado para verlo (corrijo: nosotros mucho menos que nadie): ¿qué nombres ahora caducos estarían allí junto a promesas de amores que confundían lo ardiente con lo eterno?; ¿cuántos rockstars y astronautas y presidentes emergerían como trazos fantasmagóricos de una ingenuidad ahora penosa?; ¿cuántas frases melosas o podridas o grandes o pequeñas, cuántas veces deslavada la palabra “sueño”? ¿Con qué claridad un papel perfectamente guardado bajo tierra durante quince años podría decirnos lo que fuimos e irremediablemente dejamos de ser, lo que íbamos a ser y no pudimos?

Después de un último cambio de planes (yo tenía que cerrar la edición de la revista donde trabajo, y la experiencia nos había hecho aprender que tomar carretera en viernes de quincena previo a puente no es muy buena idea) por fin llegamos a Tuxpan la mañana del 13 de septiembre en tres autos muy distintos al camión que nos llevó al mismo sitio antes. Agustín nos hospedó en la casa que construyó en los últimos años. Parados en el jardín donde sabíamos que estaba ese pedazo de pasado, tratamos de calcular su ubicación, sin podernos poner de acuerdo. “El hoyo estaba alineado con ese árbol”, “No, con ese otro”, “¿Alguien recuerda a qué profundidad estaba? ¿Eran qué, como 80 centímetros?”, “No, como 50…” Tres meses antes, encontrar nuestra botella parecía tan sencillo como hacer un hoyo, pero de pronto las especificaciones lo complicaron todo. Por fin alguien alzó el pico y sumimos las palas, inseguros de estar haciéndolo en el sitio correcto. Cavamos así un par de horas, hicimos un hoyo más por la polémica, le apostamos a la amplitud antes que a la profundidad, sudamos como los fumadores y ex fumadores que ahora somos. Dos montones de tierra fueron ensuciando el terreno bajo el cual estaba algo que nos había hecho volver. Sentadas cerca de nosotros estaban nuestras parejas; las hijas de SCH corrían, y la mayor preguntaba cada tanto si ya habíamos encontrado el tesoro que estábamos buscando. Supongo que a los tres años, la única explicación para seis barbones levantando tierra es que hace muchos años no eran jadeantes simios, sino piratas en toda la forma.

No encontramos la botella. Comimos antes de dar una última oportunidad a la búsqueda, seguros de que no hallaríamos nada y que el viaje para sacar nuestra cápsula del tiempo sería una buena historia, pero nada más. Nada de revelaciones. Volvimos a los hoyos porque ya estábamos allá y porque nada peor que un pirata dándose por vencido. Si el primer intento había tenido el ímpetu de la nostalgia, la posibilidad del hallazgo quemando las palas, el segundo fue mecánico como el repaso de las capitales del mundo después de un examen de geografía mal resuelto. O sea: cavamos para no llamarnos cobardes, algunos con resignación, otros dedicados, pero todos resueltos a no permitir que la ausencia se volviera un fracaso. Es decir: ¿qué buscábamos encontrar realmente? Un poco el sueño desproporcionado de una época más despreocupada —en la que pensábamos que todo lo que estaba por venir era tan sencillo o tan simbólico como meter una botella a la tierra—, otro poco la validación de nuestras capacidades de predicción. Pero para ese punto, el principal objetivo de la botella estaba cumplido: nos habíamos dado el tiempo para preguntarnos, quince años después, qué sentido ha tenido todo esto que llamamos vida o adultez o, sí, sentido. Ya nos habíamos contado, a la hora de la comida, con los mezcales de meses atrás, en el auto, qué había pasado con nosotros y cómo estábamos. Ya habíamos hecho el ejercicio de vernos más barbones o más gordos y valorar todo aquello como un camino trazado, fuera como fuera. Y eso ya era un éxito. Claro, tener la botella y sus papeles intactos que permitieran dimensionar todo aquello, que permitieran cerrar esa suerte de Stand By Me que nos habíamos propuesto quince años antes, hubiera sido el gran final para una película que pocos filman. Pero el terreno es tan grande y las palas tan pocas, que en realidad…

Pero Agustín la encontró. Siguió una columna de piedras de formación antinatural, recordando que lo habíamos puesto nosotros o asumiendo que es el tipo de cosas que hubiéramos hecho en esa adolescencia nerd y hollywoodizada que tuvimos. Cuando sacó la botella, opacada por los años de tierra constante, nos abrazamos como si los quince años no hubieran pasado nunca y todavía fuéramos jovencitos cuya mayor preocupación no es la renta ni la hipoteca sino una botella rellena de futuros, esa sensación medio idiota, medio heroica y absolutamente electrizante de que el mundo tiene un sentido del que uno puede ser parte fundamental. “¿Ya encontraron el tesoro, papá?”, preguntó la hija mayor de SCH. De algún modo, lo hicimos. Rodeamos el hoyo y nos hicimos otra foto donde nos sonreímos como niños que se salieron con la suya.

Nos reunimos para realizar la misa de apertura. ¿Qué clase de evangelio encontraríamos? Nadie estaba seguro. Abrimos la botella en una suerte de funeral vikingo-industrial (después de aplicarle soplete la mojamos con agua fría, como dioses de la termodinámica) y liberamos su contenido: una serie de hojas mojadas por quince años de humedad terrena que se había colado por una tapa sellada incorrectamente. Nuestras predicciones, nuestras ilusiones adolescentes, las sentencias que parecieron inamovibles e intocables durante todo ese tiempo, se habían vuelto pulpa color lodo. Usando pinzas logramos desdoblar algunos pedazos, pero la mayoría de los papeles se disolvieron entre nuestros dedos. Rescatamos una vieja carta de amores, la envoltura de unos cigarros de marca Gol 70 (“¡Un penalty para tu pulmón!”, escribimos sobre ella en aquel entonces, porque varios querían —queríamos— ser publicistas), los restos de dos dulces, pedazos de las cartas correspondientes a las reinas de los cuatro palos de la baraja, un cacho de madera con un mensaje que costó trabajo leer. Tras analizar los restos recordamos que había una carta más larga que las demás, donde nos proyectábamos en el futuro entonces insospechado. Tras mucho esfuerzo logramos descubrir casi la mitad. Nuestros futuros estaban allí, pero apenas pudimos descifrar algunas palabras, no muchas. De lo que pudimos leer, algo se cumplió, otras cosas no; mucho, la mayoría, se hizo una masa amorfa y marrón mientras tratábamos de descifrarla. La única carta que pudimos leer completa fue una que comenzaba así: “Hola, viejitos”, en la que nos comandábamos a leer el contenido de la botella todos juntos, echando tragos, riendo. Leímos eso y nos vimos las caras, escuchamos a nuestras mujeres hablar con sus voces, ahora tan serenamente familiares y que antes, mucho antes, nos hubiesen sido desconocidas. Minutos más adelante, dejamos de abrir papeles y brindamos, con la botella rota abandonada en la mesa.

Poco después envolví en una bolsa los vidrios rotos y el contenido que no pudimos rescatar y lo tiré a la basura. Vi todo aquello por última vez, pensando que hay una lección en toda esta historia, algo poético, algo hollywoodesco, pero no supe (no sé) muy bien qué es.