15.1.15

Ricardo


Mi abuelo Ricardo es el único ser querido al que he visto en un féretro. Su rostro era sereno y hasta se había desarrugado; tenía las mejillas rojizas y el poco cabello otra vez negro. Parecía sólo dormido, y varias veces pensé que en cualquier momento abriría los ojos para pedir un cigarro más, un café más; entre su cuerpo y la tapa de la caja pusieron un acetato transparente. Más que muerto, parecía como recién puesto en criogenia dentro de una cápsula, listo para viajar en el tiempo o a una galaxia lejana. De algún modo, las palabras que mi madre usó para anunciarme el fallecimiento fueron precisas: “tu abuelo ya terminó”. Ya terminó aquí; le toca ir a otro lado, a otro tiempo. Lo espera su siguiente aventura.

No es que mi abuelo haya sido, en apariencia, al menos, muy aventurero. El recuerdo sólido que me queda de él es sentado en el sillón de su sala, mirando la televisión, fumando y tomando café. O comiendo arroz con plátano en el monstruoso comedor café. O leyendo el Excélsior u hojeando el Selecciones como buscando algún código escondido, junto a una vitrina monumental y llena de cristalería que siempre me pareció demasiado frágil a su lado. Lo recuerdo refunfuñando después por un montón de cosas, usando siempre la misma muletilla cansada, ronca, bronca: “Vaya pues”, decía, siempre antes de un bufido. Lo recuerdo literalmente como un toro atrapado en una tienda de vasos. “Muchachos desgraciados”, nos decía a su larga prole cuando entrábamos con los pies llenos de lodo después de jugar en las jardineras del patio colosal de su edificio; a veces soltaba un coscorrón certero y cegador, como golpe de karate de espía bien entrenado. Y luego miraba a la ventana, ya medio desvencijado, como añorando algo; o salía a comprar una Coca retornable. En el camino se cruzaba con dos o tres vecinos y entonces se volvía encantador. Volvía sonriendo y con dos amigos nuevos a los cuales les había sacado alguna información relevante sobre el funcionamiento del edificio. “Ya vine, Teresita”, le decía a mi abuela, a la que le habló de usted toda la vida, incluso después de cinco hijos y sesenta años juntos.

Visto así, mi abuelo Ricardo podría haber parecido un anciano cansado, decepcionado de la vida. Después de todo, nunca consiguió un trabajo demasiado estable, y los pocos que tuvo terminaron en catástrofes colosales. Hace muchísimos años hizo migrar a su familia joven del desértico pero familiar Durango a un Distrito Federal lejano y hambriento, con el pretexto de un empleo estable pero del que nunca habló antes y que, al llegar a la ciudad, se esfumó. Tuvo a sus hijos viviendo en un cuarto y a su esposa trabajando para mantenerlos. Eventualmente se volvió repartidor de refrescos, pero entró a una huelga que se antojaba heroica y que terminó con un despido flagrante. Despachó en una tienda de fotografía que no tenía baño y que un día amaneció misteriosamente calcinada. Hay que decirlo como es: mi abuelo podría ser fácilmente visto como un fracaso. Sería sencillo pensar que, al ver por la ventana o bufar, se estaba recriminando algo o lamentándose por una vida desperdiciada y larga, cada vez más y más larga.

Sin embargo, en esa imagen de mi abuelo Ricardo hubo algo que nunca cuadró. Por ejemplo: tenía un cajón en el que guardaba todo y que una vez cada tanto me dejaba hurgar; junto a las corcholatas viejas y los encendedores inútiles, había pequeñas máquinas maravillosas e indescifrables, cuadernillos con anotaciones cifradas, navajas, balas. Vestía siempre de café y siempre de corbata, y en sus fotos de joven usaba un bigote impecable, un rulo en el copete que lo hacía parecer un Clark Gable de Europa del Este. “A mí en Durango me decían ‘El Checo’, porque dicen que parezco de por allá, ¿verdá, Teresita?”. Mi abuela rodaba los ojos mientras él seguía contando que su mamá era francesa; que una vez de niño, gritándole “¡quítese, güerito!”, lo sacó del camino un cuatrero llamado Pancho Villa.

Visto desde el lado de las anécdotas que contaba y las manías que conservó hasta la muerte, mi abuelo bien pudo haber sido un héroe de película. El James Bond del norte mexicano, un Indiana Jones jubilado, el Han Solo de la Colonia del Valle. O al menos así podrían explicarse sus versiones disparatadas del mundo, sus desgracias al hilo, los coscorrones y el carisma metidos en el mismo cuerpo. Así podría entenderse su manera de conducir cuando nos recogía a mis hermanos y a mí para ir a la escuela después de que mi papá se fue de la casa: con el clutch siempre metido, como si estuviera acostumbrado a vehículos más sofisticados que su Golf, metiéndose entre el tráfico como si cargara con una torreta, sin usar jamás el cinturón de seguridad. Sólo así puede explicarse que a los 80 años todavía bajaba de los peseros en movimiento como si él hiciera sus propios stunts.

Toda la vida mis primos y yo hemos pensado en él como alguien que lo veía todo chueco, o directamente como un hombre iletrado y terco. Pero quizá mi abuelo sabía mucho más que nosotros, quizá tenía fuentes de altísimo rango a las que nosotros jamás tendremos acceso. Aseguraba, por ejemplo, que el agua de mar no se acaba porque tiene sal y, como el bacalao, así se conserva eternamente (acaso una de sus aventuras lo llevó a enfrentarse a un villano gachupín — y esto explicaría también su odio por los españoles— que quería sacar toda la sal del mar, y él tuvo que evitarlo usando un artefacto de su cajón). Creía ciegamente que si todos los chinos brincaran a la vez, el planeta saldría de su órbita (lo imagino corriendo por Pekín para desactivar la sirena que dará la alerta a toda China). Su chiste favorito era este: “¿Qué sigue después de Cabo Catoche? Pues Cabo Quinche” (¿sería ese el nombre de una base secreta?). Para todo decía “vóitelas”, quizá como parte de un código. Al saludar, su frase para abrir la conversación fue siempre la misma: “Cuénteme sus pecados”, acaso para recabar valiosísima información. Al despedirse me recordaba todas las veces la misma misión: “Acuérdese: si se ve apurado con las muchachas, me habla”. Porque no hay súper agente alguno que no tenga alma de galán.

Si fue regañón, quizá eso se lo debió al entrenamiento de la policía secreta; si fue testarudo, tal vez fue porque sólo existe un modo de completar las misiones. Y fue ambas cosas. Y fue también desidioso y conflictivo. Pero todas esas características también pueden ser de un hombre de acción. Al menos eso lo sabemos los nietos a quienes él puso directo bajo su ala, a quienes nos sirvió de padre sustituto durante muchos años, mostrándonos un amor recio, desértico como Durango, pero muy real. Recuerdo que a los diez u once años, mi abuelo Ricardo me dijo dos o tres cosas sobre mí (que nunca nadie más ha notado) que evidenciaron una lucidez analítica que sólo puede deberse al cariño sincero y dedicado o a un súper poder. Que es lo mismo.

Sus últimos años los pasó primero cuidando a su esposa con Alzheimer, y luego envejeciendo cada vez más rápido, creciendo las cataratas. Los dos plátanos diarios que lo mantuvieron fuerte tanto tiempo se volvieron de algún modo su kriptonita: llegó a los 97 años pasando las tardes como se pasan los tiempos extra, mirando la nieve de un televisor sin señal, comiendo galletas, dejando consumirse los cigarros en el cenicero. Pocos días antes de morir veía humo en su cuarto y muchachas paradas en la puerta. Y a pesar de que ya no podía pararse, y de que lo bañaba un enfermero con todo y pataleta, una de las últimas cosas que le dijo a mi madre fue: “Mijita, yo no me quiero morir. Prefiero quedarme aquí sentado y ciego muchos años más antes que morirme”. Acaso sentía que sin él el mundo quedaría sin salvador. Cerró los ojos y no despertó: entró en esa criogenia cuyo destino sólo él conoce ahora.

Todo esto parecería una lectura romántica de un ser querido después de su partida, una versión demasiado fantasiosa. Sin embargo, hay una cosa que nunca nadie logró explicarse: a pesar de haber nacido en un desierto, sin educación, de no haber tenido nunca un trabajo constante, mi abuelo tocaba el piano esplendorosamente. Lo recuerdo eufórico sobre un vals sin que nadie pudiera entender cómo él, el abuelo Ricardo, podía sacarle esas notas al piano. La única explicación que me parece plausible es que lo aprendió cuando fue guardia de un embajador, o cuando se entrenó en San Petersburgo, o que le implantaron esa habilidad cuando salió de la Matrix. Decía Pessoa que el arte es la demostración de que la vida no basta. Mi abuelo Ricardo es la demostración de que ni siquiera 97 años de vida alcanzan. No sin algo incomprensible oculto en este desierto que es la vida, no sin algo en la imaginación, en ese territorio del que mi abuelo sí que era un héroe.

Su historia favorita era contar que de niño, en Santiago Papasquiaro, Durango, cruzaba el único arroyo del pueblo desértico colgado de la cola de una vaca. No sé si la historia sucedió realmente o si fue otra de sus aventuras. Pero sé que mi abuelo terminó por fin, después de todos estos arroyos. La última cola de vaca. Ya no más desiertos. A otra aventura. Buen viaje.