La conquista de los asombros
Este es el texto íntegro que leí en el Primer Encuentro Nacional de Escritores de Reynosa, Tamaulipas, el 26 de julio de 2012.
No existe amor a la lectura que no le deba nada a la
envidia. Al menos hablo por mí: no hay que ser ningún genio para comprender que
lo que leemos antes ha sido escrito por alguien. Cada vez que me recuerdo de
seis años leyendo por vez primera las aventuras de Huckleberry Finn, mi
experiencia de lectura rejuvenece y vuelvo a notar eso que nos hace entender
que la lectura es una suerte de magia: lo que leemos ya fue escrito, y aún así es
tan actual como el suspiro que provoca la captura de un asesino o la muerte de
un héroe o el desarrollo de un amor imposible. No existe amor a la lectura que
no le deba nada a la envidia: sólo nos atrapan los libros cuyas historias y
cuyos efectos no fuimos capaces de imaginar por nosotros mismos.
Hoy nos parece una obviedad,
pero si tratamos de olvidar dos o tres cosas, podemos darnos cuenta de lo que
eso implica: un Dickens, sin post its ni internet, tratando de trazar
personajes, interacciones, tensiones que dejaran al lector del folletín listo
para morderse las uñas a la espera de la siguiente entrega, al lector del
futuro también intrigado; un Verne barbón, intentando explicarse a sí mismo
cómo sería hacer esos viajes que nunca había podido hacer, esos tiempos que a
todos los demás les sonaban a locura; un Dumas y un Dostoievski que, sin
saberlo, estaban inventando algo. Me gusta pensar (porque a uno le gusta abonar
la envidia) que todos ellos sabían que lo que estaban haciendo cambiaría la
novela para siempre, y que llegaría hasta el futuro.
Lo más probable es que yo esté
muy equivocado. Ni siquiera creo que los primigenios Cervantes y Defoe se hayan
parado de la cama un día pensando: “¡Caray, esto sí que va a revolucionar el
mercado literario del mundo!”. No puedo asegurarlo (no soy historiador), pero
sí puedo imaginar que, cuando más, los novelistas de los siglos XVI y XVII eran
parte de una racha de época. Habían pasado menos de doscientos años desde el
descubrimiento de América, el cisma de la iglesia, la invención occidental de
la imprenta: el mundo, como una copa o un iPod contra el suelo, se había roto y
desperdigado. Había pedazos que barrer, canciones que recuperar, había que
encontrar explicaciones para los dueños de la copa o para los encargados de
hacer buena la garantía.
Me permito imaginar que el
proceso creativo de esos primeros novelistas fue análogo al de asimilación de
un mundo nuevo, cuestión suficientemente vertiginosa para además abonarle el
futuro. Vivían un doble proceso que en América entendemos bien, aun ahora: los
conquistadores llegaron con la idea de civilizar un mundo salvaje, a imponer
sus catedrales y sus vestidos; pero también llegaron con la esperanza de hallar
sorpresas no menos salvajes. De tal suerte que mientras Hernán Cortés
establecía la Nueva España, Ponce de León buscaba entre selvas espesas la
fuente de la eterna juventud, el primitivo sueño de la inmortalidad; en Perú
les aterraban los dioses vengadores, pero les maravillaba que esos dioses
pudieran esconder entre sus terrores la mítica e imposible ciudad de El Dorado.
Quizá no es casual que ese doble mecanismo de la conquista se haya traducido en
el doble papel de las primeras novelas: recuperar de algún modo las épicas de
los antiguos mientras se creaba otra cosa que para los enterados era sólo un
divertimento de folletín y que apenas hoy entendemos como un Género, con
mayúscula. Si se me permite el pensamiento libertino, quizá también la novela
por entrega respondía a un modo de colonizar, con mecanismo doble, las
imaginaciones: escondidas en la verdad que empezaba a adoptar como lenguaje al
periodismo, las ficciones decimonónicas se vistieron de noticia para lograr asombro:
hubo gente que en pleno siglo XIX creyó que las cartas de Harker y Mina eran
escritas por gente de sangre y hueso, y no por un Bram Stoker que no sabía lo
fácil que en el siglo XXI sería ser un cincuentón pedófilo haciéndose pasar por
porrista en un chat. Nos sigue pareciendo imposible que en 1938 Orson Welles haya
hecho una adaptación radiofónica de la Guerra de los Mundos capaz de provocar
pánico entre los neoyorkinos que de verdad creían que una nave extraterrestre
estaba a punto de aterrizar sobre Manhattan. Todo esto nos parece increíble
porque quizá hemos olvidado que esa magia de la literatura es una tensión
civilizatoria constante: utilizar nuestros nuevos descubrimientos tecnológicos
o ideológicos o sociales para detonar nuestro lado más salvaje, más primitivo,
sea éste el miedo, la sorpresa o la envidia.
Sirva todo lo que acabo de decir
a modo de introducción desaforada: hoy nos han convocado aquí para hablar sobre
literatura e internet, y me pareció de algún modo correcto comenzar con una
serie de imágenes que nos recordaran que, a pesar de que hoy la triple-doble-u
nos parece una revolución sin precedentes (imaginada por primera vez por Julio
Verne, por cierto), nos enfrentamos a un territorio nuevo que, como tal, confronta
nuestro salvaje deseo de asombro con nuestra avidez civilizatoria. Esto es muy
obvio si comparamos a los primeros conquistadores de América con los primeros
editores, que se enfrentaron (muchas veces usando la espada del desprecio o de
la duda) con esa selva espesa llena de blogs y tuiteratos: por un lado, tratando
de evangelizar con sus leyes de mercado las dinámicas abiertas de la red; por
otro, buscando entre los salvajes a escritores capaces de exorcizar a la
literatura de sus vicios e inercias. De las editoriales e internet no hablaré
mucho porque creo que todo se resume al vértigo de descubrir una tierra vasta y
fértil donde sólo parecía haber un abismo lleno de monstruos.
Mucho más interesante me parece
hablar del escritor en medio de este proceso de conquista. Comencemos
considerando la parte civilizatoria, el apego que entre los escritores de
internet aún existe por el mundo editorial fuera de internet. Para ello, un
caso hipotético: un escritor jovencísimo empieza leyendo Huckleberry Finn a los
seis años y a los veinte se ha convencido de que lo que quiere hacer con su
vida es dedicarla al nada recomendable oficio de la escritura. Crece leyendo a
enormes escritores, comercializados por enormes editoriales. Escribe uno, dos o
veinte cuentos; quizá una primera novela muy deficiente, pero honesta. No se
atreve a llevarla a una de esas editoriales que producen libros de verdad; se
siente pequeño. Hipnotizado por el furor hiperconectado de esta época y por un
ego todavía adolescente, monta su obra en un blog. Nuestro escritor de internet
ha comenzado su blog con la ilusión de que, algún día, un gran almirante
editorial descubrirá su obra y la convertirá en un libro impreso, en un libro
de verdad. De verdad: esas dos
palabras aún pertenecen casi exclusivamente al libro impreso o electrónico pero
distribuido por editoriales. Internet todavía se considera un medio en
construcción o para la construcción. Dudo que exista un escritor que suba tuits
o posts geniales que no fantasee con ver su libro de papel en la mesa de
novedades. Aquí no tenemos todavía un Banksy que rechace a las galerías; no
tenemos aún un Pinocho que se quede feliz sin ser un niño de verdad.
Me parece que esta primera
consideración es fundamental: el libro no ha dejado de ser la lámpara
maravillosa que despierta al genio literario auténtico. Por supuesto eso es una
mentira, pero es, ante todo, una mentira bien asumida, al menos en esta
generación, y bien generalizada, al menos en este tiempo. Tampoco es para
espantarse: la misma desconfianza despierta internet en todos los ámbitos. En
una revista el producto impreso siempre es más importante que la página web,
aunque ésta doble o triplique en lecturas al primero. En literatura esta
apreciación es quizá más grave porque no hay un sistema de medición que
demuestre la calidad de un texto. Volvamos a Dickens, a Dumas: si ellos
hubiesen escrito sus novelas por entregas en un blog de actualización semanal,
¿serían los mismos que ahora? O, para usar un lugar común: un árbol que cae en
medio de un bosque lleno de árboles cayendo, ¿hace ruido?
Hablando de sobrepoblación de
árboles: la gran promesa de la era de las redes sociales es que todos podemos
ser estrellas. ¿Sabes un poco de cocina? ¡Vuélvete el gurú de la gastronomía en
twitter! ¿Sabes hablar el lenguaje de los chavos? ¡Ya eres un mercadólogo!
¿Tienes instagram? ¡Gran fotógrafo! ¿Sabes usar un teclado, eres más o menos
chistoso y tienes una tremenda necesidad de que alguien te ponga atención? ¡No
busques más: tú eres un escritor de internet! No les quiero arruinar la tarde,
pero sepan que vivimos en un tiempo en el que el 85% de las personas cree que
no hay mayor honor que salir en la tele. Para quien lee, buscar la fama en las
letras resulta aterrador y un poco ridículo; para quien lee poco o nada, las
letras parecen una veta sin explorar. Así que a la facilidad de abrir un blog
agregue dos kilos de anhelos sociales desaforados, 200 miligramos de Cortázar,
una pizca de amigos bien intencionados, pulse enter y voilá: tenemos una
generación que cree que el aforismo de 140 caracteres es literatura. La
generación de las demasiadas letras, que tiende a creer que la popularidad es
mejor que el criterio.
Me parece que en esta parte no
debo recordarles que Yordi Rosado es el escritor mexicano más leído de los
últimos cuarenta años, ¿cierto?
Sirva este penosísimo dato para
pasar de la parte civilizatoria que hay en los escritores de internet a una
parte intermedia: el sincretismo. Hasta ahora, la mayor discusión alrededor de
escribir en internet tiene que ver con la forma. ¿Es posible escribir una
novela por entregas de 140 caracteres? ¿Es posible reducir un cuento a un tuit?
Hasta ahora, hemos tomado lo que conocemos y lo hemos adaptado. Me atrevería a
decir que el estado de la escritura en internet es comparable, en la mayoría de
los casos, con la labor del traductor más que con la del creador. Hemos trabajado
la versión ultra funcional o ultra rápida de los géneros que ya conocíamos: la
poesía se vuelve poetuit, que en el mejor de los casos es un ejercicio valioso
para los poetas que después publicarán un libro; pero también, a veces, el
poetuit es sólo una herramienta para que las sextuiteras adquieran sustancia
más allá de sus escotes. El cuento se ha vuelto microficción, lo cual puede ser
un reto de la narrativa contra el espacio, de una historia contra el caos del
orden, pero también, a veces, sólo una emulación vacía de Monterroso. Muchos de
los escritores que dan el “salto al libro” publican obras cuya casi única
virtud es tener una arroba en la portada, hacerse pasar por un juego “bien
progre” y “bien actual” y después pasar rápido al olvido. Claro que hay
exponentes valiosos. Pero también hay muchos que se han dejado llevar por la
dinámica del mercado, que es simple: en el mar de internet, lo que escandaliza genera
la ilusión de perdurar, acaso en una línea de retuits, acaso en un hipervínculo.
De tal suerte que el escándalo no sólo es un
parámetro estético, sino el parámetro
estético. Lo bueno de esto es que por primera vez en mucho tiempo el escritor
piensa más en el lector final que en el editor que le dará el visto bueno; lo
malo de esto lo dije antes: la popularidad no sustituye al criterio.
Para entender lo que podríamos
obtener de las letras en internet si nos quitáramos de encima la parte
civilizatoria de esta conquista y comenzáramos a buscar fuentes de la eterna
juventud, debemos volver al ejercicio siempre horrendo de descontextualizar
autores: si hoy naciera otro Bram Stoker, ¿le sería posible hacer que los
visitantes de su blog creyeran la auténtica existencia de un vampiro? ¿Es
posible la existencia de un Welles haciendo livestream del aterrizaje de una
nave extraterrestre? La literatura es el origen de la ficción, pero en este
nuevo mundo la ficción novedosa se ha trazado de otro modo. Pongamos algunos
ejemplos. 2006: se publica el sitio thisman.org, en el que sólo se ve el dibujo
de un rostro que, según el sitio, aparece de manera recurrente en los sueños de
mucha gente en todo el planeta. Se aventuran teorías psicológicas: que el
rostro es el punto medio de muchos fenotipos; que es el rostro más común del
mundo; que es la imagen residual de los amigos imaginarios de la infancia.
Algunos, metafísicos, aventuran la posibilidad de que se trate de un hombre
capaz de viajar entre sueños, en una dimensión donde los hombres viven otra
vida cuando duermen. Otro ejemplo: en el año 2000 aparece en un foro de
discusión por internet un tal John Titor, que dice venir del futuro para
prevenir una guerra civil en Estados Unidos. Describe un futuro horrendo, una
máquina del tiempo precisa. Desaparece de los foros en 2001, dejando detrás de
él miles de adeptos que aún creen en sus predicciones (las cuales, por cierto, no
han ocurrido). Un ejemplo más: en 1997 aparece un clasificado en un periódico
web que dice lo siguiente: “Se solicita acompañante para viajar en el tiempo
conmigo. Esto no es una broma. Se te pagará cuando volvamos, y debes traer tus
propias armas. No garantizo ninguna seguridad: sólo he hecho esto una vez”. Los
tres ejemplos han pasado por ciertos; los tres parecen cuentos; los tres han
sido desmentidos: el hombre de los sueños resultó ser una campaña publicitaria
para una película que nunca sucedió; John Titor, un alemán que había leído el
manuscrito de una novela de ciencia ficción que nunca se publicó; el
clasificado, un texto que un editor encargó a un amigo suyo para rellenar un
espacio del periódico. Estas historias pasaron por ciertas porque sabemos que
la naturaleza de los sueños no ha sido revelada y porque sabemos que el viaje
en el tiempo es imposible sólo hasta que se demuestre lo contrario. La ficción,
en todos los casos, fue lo que el escritor de internet, en teoría, busca: fue fragmentaria,
hipertextual, anclada a espacios de indeterminación que las dotaba de
posibilidad. Posibilidad. Hasta ahora, creo, los que estamos amarrados a las
letras sólo hemos explorado a profundidad la posibilidad de las formas, hemos
explorado los recovecos oscuros de las construcciones y los formatos, lo cual
está muy bien, pero no nos hemos atrevido a explorar las posibilidades del
fondo. ¿Podríamos ser la generación que escriba el verdadero “Tlön, Uqbar y
Orbis tertius”? El asombro, la sorpresa, la envidia, el miedo y todas las sensaciones
salvajes, en las décadas pasadas se repartieron a lo largo y ancho de las artes
audiovisuales; la llegada del multimedia en internet ha revolucionado el arte
de decir mentiras para contar verdades. En ese contexto, me parece que las
letras tienen frente a ellas un campo fértil que va mucho más allá de los
formatos traducidos y de la edición democratizada. Sería interesante ver cómo sólo
desde las letras se enfrenta el nuevo reto del asombro interactivo; cómo desde
el tiempo real y la inmediatez que ofrece internet se logra generar asombros
igual de inmediatos y reales en cualquier tiempo. Sería interesante ver que el
asombro que se busca en internet desde las letras no es sólo el de la fama.
La creación de medios como el
folletín y antes la imprenta derivaron en la creación de la novela y de la
novela de aventuras, pero no de manera automática: la adecuación a los medios
empujó a las letras a adaptarse a los tiempos de abismos revelados. No es
arriesgado pensar que, quizá, las plataformas interactivas y las redes sociales
empujarán a las creatividades a acercarse a entender de qué están hechos hoy
los asombros, porque estos medios permiten como hace mucho no pasaba el
contacto entre el escritor y el lector, esa tierra que se nos ha escapado y que
hoy debemos reconquistar. Interesante será ver si hoy podemos con el reto de
hacer de algo tan aparentemente aburrido como la grafía un medio para generar
envidias. Si tenemos los ánimos para seguir buscando la fuente de la eterna
juventud.
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