12.6.07

a pesar dos

Y sin embargo, al final, voy ganando… a pesar de tus palabras sin rumbo, de tus esfuerzos por humedecer los ojos, mis inundaciones y huracanes traicioneros, a pesar de mis tardes en deambule, de haberme roto las tripas para sacar desde el fondo mis ansias para hacer un coctail con tus dudas para verte a tí beber ese martini, a pesar de ser el de los detalles a tiempo, el de las palabras rítmicas y pausadas, el de los futuros a dosis lógicas, con todo y que fui el que muere de ganas y no de miedo, aún cuando soy el de los post its de frases inquietas, el de los brazos extendidos hasta la fe, el que te timbra cuando quieres y te suelta a tu antojo, el que pone en perspectiva el tiempo y te lo dibuja de cumpleaños, el que se escabulle en tu vida para dejarte sorpresas de sonrisa, el que se desentiende y clama por paz, el que emancipa y el que juega a ser aeropuerto, a pesar de ser el que enferma luego y se emborracha antes, el que vomita sobre tu recuerdo, a pesar de ser el que muerde la almohada para no llamarte, el que se saca del cajón de los recuerdos la capacidad de entendimiento en retaguardia, el que pregunta lo que no quiere saber y el que te odia en silencio, el que borra tu número finalmente, el que se aburre con esto, el que no encuentra en ningún escaparate una foto más linda que tu olor, a pesar de ser el desenterrado y el occiso y timado, el que se quedó con la versión de la soledad para luego chocar con tus dilatadas ganas en otro vaho, a pesar de ser el suscrito, el burlado y el finado, el que descree de todo y se diluye de a poco en otro lado, a pesar de más y todo esto, al final yo me voy ganando.

7.6.07

defensa de la calvicie

Los calvos tenemos una especie de sexto sentido que nos permite reconocernos a larga distancia. Desde que nos topamos a lo lejos con un aura rosada que refleja el sol en su entera inmensidad, sabemos que allí, perdida entre la multitud de crepés y gominas de múltiples tipos y costosos sueldos de estilistas y peluqueros, hay una vieja esperanza perdida, una resignación cobrada a fuerza de maquinita de rasurar.

En lo general, el problema de la calvicie radica en que es una certeza inevitable. Uno nace, hijo de un padre con enormes entradas, con un pagaré sin fecha, por cuenta de toda la bóveda craneal, a mil folículos pilosos por año, después de los quince. A mí la factura me llegó un poco temprano. Un día, a los catorce, una madre de ésas que camufla su falta de tacto con la edad, me echó la maldición definitiva. Mi amigo Neto y yo habíamos arrojado por la borda sendas cabelleras porque las Chivas habían ganado, o perdido, no lo recuerdo, y pocos días después una señora en la calle me detuvo para sentenciar que “yo sí que iba a ser bien pelón de grande”. A los pocos meses comencé a enfrentarme con coladeras tapadas y sombras difusas: me convertí en un calvo prematuro, y me fui despidiendo del peluquero, quien, un poco triste, me dio un pésame inconcluso.

Desde entonces me enfrento a la calvicie en más de una manera. Lo que al principio fue disimularlo o negarlo, con el tiempo se ha convertido en un cinismo digno y cruel. La costumbre se ha apoderado de mis afanes por sopesar los chistes a mi cuenta, y, en más de una ocasión, yo mismo he disfrutado gastando bromas a costa de mi testa, cada vez más perfecta: uno cae mejor cuando es el primero en argumentar que cuidado con el rebote del flash, se vayan a quedar ciegos. Es de esa manera, y sólo de esa, que un no-calvo entiende al calvo: a través de la broma, que oculta, a modo de pasamontañas, la única verdad irrefutable del calvo bien hecho: perder el cabello es comenzar a morir.

Y uno no tiene más que entenderlo así, desde la primera etapa de la calvicie. Desde ahí, hasta llegar a la calvicie digna de los ancestros (que es más digna porque ellos sí se atreven a dejar la franja de la nuca y la sien en franca confrontación con la lisa superior), uno va entendiendo de a poco que quedarse calvo es cambiar por completo el estilo de vida. Es utilizar crema en la mollera; es acudir al bloqueador en los días soleados de invierno; es buscar argumentos: que si el padre lo perdió cuando, que si la testosterona es también motivo, que si nos vemos más guapos sin un solo cabello, que si es la moda. Pero no: para el calvo no hay moda, no hay opción ni fundamento que valga. El calvo, como ningún otro nicho social, es sólo un calvo, así sea escritor o maestro o turista, siempre servirá de referencia: “¿ves ahí donde está el pelón ése?; justo a un lado”.

Así que uno se convierte, de manera involuntaria, en un referente y parámetro de la sociedad. Uno destaca y se ve obligado a agenciarse otras bases éticas, otros modos de conducta. Un calvo no puede ser ladrón, y eso es claro: un calvo, sencillamente, no tiene licencia para cometer errores, dado que, de hacerlo, se convertirá de inmediato en Judas. Ahí está el caso de Salinas en México: sí, era un ladrón, pero, sobre todo, era un ladrón calvo. Y eso, en el mundo de la justificación, es imperdonable.

Para cada uno de los aspectos de la vida, funciona así con pavorosa exactitud. Uno no sólo puede dedicarse a escribir, o a conducir un taxi, o a ser medio mala onda; uno será escritor, guardaespaldas o antipático. Ser calvo, como en su tiempo lo fue ser espartano, supone una exigencia de perfección en lo que se hace. De lo contrario, uno sólo es “aquel peloncito de ahí”. Ser calvo y ser además ordinario no es posible, no hay manera: ser calvo y además ordinario es poco más que ser una parada de autobús. La normalidad es una ventaja que se les concede a los de frente ordenada y con restricciones. Es por ello que los calvos obramos chistes a nuestra costa, comenzamos a escribir o nos las gastamos para deshacerle a Superman la vida a base de criptonita. Para los calvos no hay medias tintas.

Además, y por si fuera poco, el mundo, desde tiempos inmemoriales, le impone a los calvos el estigma de la maldad. El propio Diablo, en su acepción más tradicional, es calvo, para enseñar los cuernos, mientras que Jesucristo, hebreo y todo, es pelilargo y bonachón. La realidad es opuesta: los calvos sí tenemos sentimientos. Por ello pasamos de un discreto y artesanal peinado que oculte nuestras entradas, a un cinismo, del todo valeroso, que nos lleva a cortar todo el cabello de un jalón. Además, para los calvos, envejecer tiene un reto distinto, dado que no hay evidencia física que nos demuestre que lo estamos haciendo. Hemos de estar en mayor contacto con las reumas, con los malos humores, con las frustraciones. Del primer viso de entrada a la calvicie digna, la de los viejos que se aferran a sus últimas y frágiles canas, hay un largo camino de aceptación y autoconocimiento, que lleva, irremediablemente, a un estado zen. Además, por cada cabello que nos sobrevive somos capaces de elevar una plegaria: no hay ser más agradecido en el mundo que un calvo que se descubre un tímido cabello delgado en un área que ya daba por perdida.

Por ello los calvos nos reconocemos y nos dignificamos a larga distancia. Porque para nosotros no hay cambios de look, ni posibilidad de error, ni otro camino que la sabiduría milenaria a recorrer en apenas una madurez y pocos años. Por ello argumentaremos hasta el fin de los tiempos que ser calvo es producir más testosterona. Por ello, cada vez que dos calvos se encuentren en el metro, o en el súper, o en cualquier calle del mundo, no necesitarán mirarse para sentir profunda empatía de golpe, para pensar, sin reparos, “lo entiendo, hermano; el mundo también descansa sobre mi cuero cabelludo”.