27.6.11

Tere

(Escribí este texto en dos momentos: inmediatamente después de enterarme de que mi abuela había muerto, y un par de horas después de ver la urna con sus cenizas. Sirva de homenaje.)

Lourdes, Tere, Luis y Alfonso, metidos en ámbar.


Murió mi abuela Tere. Murió mi abuela Tere. Murió mi abuela Tere. Lo escribo tres veces (y podría escribirlo veinte, infinitas veces más) y aun así no puedo creerlo. Mi abuela Tere murió. Será que las emociones son de efecto retardado, y el cuerpo tarda siempre para asimilarlo todo, desde la oscuridad más inofensiva hasta la más vasta de las ausencias. Será que el cielo se nubló igual que ayer, y mis vecinos brasileños bajan por el edificio hablando el mismo portugués de siempre, y un hombre martilla un muro cercano. Todo pasa mientras el alma de mi abuela llena trámites burocráticos para entrar a alguna dimensión que nos es ajena, o es recibida en una fiesta, o se prepara para reencarnar en otro. Justo ahora, el mundo corre como si no hubiera otro mundo, quién sabe dónde, en el que nuestro habitual desdén tampoco importa.
Mi abuela Tere murió. Ante todo me cuesta trabajo creerlo por las circunstancias de su vida: casi noventa y dos años; hay pocos países, ya no digamos seres humanos, capaces de soportar una guerra tan larga. Los primeros veintitantos los pasó joven, en la capital de un estado que es, todo él, un pueblo de viejos. Trabajó en un banco en un tiempo en el que las mujeres no trabajaban en bancos. Se casó con un hombre bueno, pero con el carácter de una coz. Vivió en un cuartito redondo, mínimo, con cinco hijos y la inseguridad del que es relativamente pobre. Trabajó más, mucho más. Tomó tequila a veces, en un departamento en la colonia del Valle, sobre una mesa de madera oscura cubierta por un vidrio que siempre se las arreglaba para encerrar agua. Fue la segunda madre de sus dieciséis nietos; nos vio recubiertos de tierra, sudados tras correr toda la tarde en la plaza frente a su edificio; nos reprendió cuando hacíamos las cosas desesperantes que los niños hacen; nos preparó la comida mil veces. No alcanzó a conocer en enteras facultades a ninguno de los cuatro bisnietos que llegaron antes que el resto a esta estación que se llama Vida, en la cual Tere también estaba, pero del otro lado, a punto de salir, dormida en la sala de espera.
Murió mi abuela Tere. Pasó los últimos diez años deshaciéndose de las cosas que le pidió un tal señor Alzheimer para meterlas a una licuadora. Poco a poco Tere fue otorgando los nombres, los lugares, las historias. La despensa de la memoria de mi abuela, que recuerdo siempre perfectamente ordenada, se volvió un menjurje amorfo diluido en agua. “Señora Tere –habrá dicho Alzheimer –, permítame los registros que tiene de los últimos tres meses para irlos licuando”. Me pregunto si existe, en el hipotético registro de este ultraje, el momento exacto en el que Tere soltó sobre las manos de Alzheimer un recuerdo que yo aún recuerdo tan bien: yo tenía tres años y varicela; estaba asomado en la ventana, junto a mi abuelo; la luz de la tarde caía exacta como bisturí. Mi abuela apareció al fondo de la plaza y caminó hacia la ventana: la saludé eufórico, me saludó de vuelta, con sus cachetes hendidos por la sonrisa de labios rojos; segundos después apareció en la puerta y me dio un chocolate Tin Larín. Me pregunto cómo se habrá visto en su memoria ese Tin Larín antes de desaparecer por completo, en qué se habrá convertido mi rostro, nuestros rostros, antes de volverse parte de una mancha difusa. Me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que todos desaparezcamos del mundo igual que lo hicimos de su despensa.
Mi abuela Tere murió. Los últimos pocos años reaccionaba apenas a impulsos básicos: comía galletas, se le quedaba viendo a la luz que emitía la tele, sonreía a veces (luego ya no sonreía nunca: no podía). Paso de ser una mujer a convertirse en un reto de su propia memoria, y luego en unos ojos que miraban sin entender. Para nosotros fue extraño perder a la mujer lúcida, fuerte, que sostuvo a toda una familia durante tantos años. Pero para ella debe haber sido devastador: un día su vida era normal; su territorio, conocido. Al día siguiente, su casa se llenó de extraños: ¿quién es ese niño? ¿es mi nieto? ¿mío? Ah, sí… ¿y ese otro? ¿mi nieto? Por favor: yo no tengo nietos. ¿Y tú quién eres? A lo mejor quienes hemos estado mal todo el tiempo somos nosotros: no fue ella quien perdió la memoria; fuimos nosotros quienes nos diluimos, los que desaparecimos. Quizá en el mundo real, uno que sólo ella conocía, nosotros, que nos creemos tan lúcidos, somos unos fantasmas que no se han dado cuenta de nada. Quizá el mundo real pasa en otro lado, donde nosotros, los que vamos a trabajar y hablamos con nuestras madres para ver cómo van sobrellevando la pérdida, ya no existimos. Donde los que murieron fuimos nosotros –o una parte de nosotros – y no ella. Donde nosotros estamos condenados a vagar, como almas en pena, en un mundo que no es real.
Murió mi abuela Tere. Como pasa en muchas familias, ella fue el núcleo de todo durante, al menos, los años que recuerdo de mi infancia y primera adolescencia: navidades, primeras comuniones, cumpleaños, todo. “Como decía tu abuelita” es una frase a la que todos los nietos de Tere estamos acostumbrados. Sus virtudes, sus mundos, fueron las probetas donde nosotros fuimos creados. Creo (¿Quién soy yo para hablar de creencias? Yo, igual que tú, soy un fantasma, y los fantasmas no tienen derecho a hablar de lo que creen) o quiero creer que la única manera de sobrellevar la muerte es con la esperanza de pasar al otro lado como ejemplo de virtud, o de justicia, o de libertad, o de amor, o de alguna de esas cosas que antes de morir parecen tan irreales. Mi abuela murió, al parecer, tranquila: después de diez años de agonía pero, en el momento último, sedada; su estómago dejó de funcionar y se llevó, muy lentamente, al resto de sus funciones corporales –diría TS Eliot que su vida se fue not with a bang, but a whimper. Yo diría que la abuela Tere se fue de un modo que ya conocía: como cuando, hace muchos años, viajábamos todos a Cuernavaca de noche, y en cierto punto las luces de la carretera iban cediendo a la neblina y al espanto, y todo se volvía gris, y de pronto la niebla desaparecía y por fin alberca y jardín. Desconozco si, en la espesa niebla que se volvió la vida de mi abuela Tere en los últimos años, ella logró ver que su ejemplo es, para los que quedamos, una suerte de Cuernavaca espiritual. Desconozco si ella, desde donde esté, pudo ver a sus hijos repitiéndole lo buena madre que fue; si pudo ver a sus nietos con cara de incredulidad frente a su féretro; frente al cuerpo inmóvil de la mujer que algunos empezábamos a considerar inmortal –la mujer que, de algún modo, es inmortal. Al menos para unos pocos, para dieciséis nietos, y cinco hijos, y cuatro bisnietos más los que vengan, Tere sí fue un ejemplo de amor, de fuerza (que también se llama terquedad), de disciplina, de justicia, y otra vez de amor. Espero que esto nos quede claro a todos: si lo que mi abuela fue, si lo que ella representa también se volvió cenizas, este mundo (y sus asesinos y sus injusticias y sus hambres y su aparente sinsentido) no tiene salvación.
Mi abuela Tere murió y este mundo es idéntico a sí mismo ayer. Las noticias llegan, la gente recuerda a Michael Jackson y los políticos hacen campaña. Esa me parece la mejor muestra de que, efectivamente, los fantasmas somos nosotros: me admito incapaz de entender un mundo que no se detiene y colapsa con la muerte de una mujer como mi abuela. Aunque quizá este texto es la muestra de que el mundo sí está colapsando, al menos para mí, al menos para nosotros; la muestra de que vivimos en la neblina y es Tere, desde ese otro mundo en el que ahora se toma un tequila o se come una galleta, quien evita que todo se ponga peor. Quizá este texto es sólo la manera única que tengo para empezar a entender lo que, por más que me repito, no logro asimilar: murió mi abuela Tere. Murió mi abuela Tere. Murió mi abuela Tere.
O quizá no tanto.